domingo, 22 de enero de 2017

SANTÍSIMO CRISTO DE LA LUZ DE VALLADOLID



Gregorio Fernández, h. 1630 Capilla Universitaria del Palacio-Colegio de Santa Cruz. Universidad Valladolid Propiedad del Museo Nacional de Escultura.

 Esta imagen, único por lo dramático, además de por lo sorprendente de su naturalismo.
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 No fue realizado para la salida procesional sino para el espacio privado de devoción, en una de las capillas del antiguo monasterio de San Benito el Real. Juan José Martín González apunta que esta talla se ubicó en la capilla del licenciado Esteban Daza.
Allí la pudo situar el prior del monasterio, fray Benito Vaca, entre 1693 y 1697, después de que el patronato que lo encargara se extinguiese. También pudieron contratarlo los propios monjes benedictinos. Confirmaba Rafael Floranes que ya, en su siglo XVIII, se le llamaba como Cristo “de la Luz”.

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El viajero Isidoro Bosarte, a principios del XIX, antes de la exclaustración y desamortización, le describía con palabras muy elogiosas: “la buena simetría, el decoro, la elegancia del estilo, la nobleza del carácter y la divinidad”. Se trataba, sin duda, de una obra de madurez del maestro escultor. Matías Sangrador, de nuevo en el siglo XIX, ya lo denominaba como “la perla de Gregorio Fernández”.

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De aquel espacio salió con motivo de la desamortización.
Inicialmente, fue “seleccionado” por el pintor Valentín Carderera en 1836 para constituir, con las mejores obras en pintura y escultura, un Museo Nacional. El proyecto no se culminó y salió hacia el antiguo Museo Provincial de Bellas Artes en 1843, establecido en el Colegio de Santa Cruz. Veinte años después se trasladó a la capilla del Colegio de San Gregorio —todavía no era la sede del Museo de Escultura—.

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En 1913, volvió a las colecciones artísticas del Colegio de Santa Cruz hasta que fue depositado en la Universidad de Valladolid, en esta capilla universitaria en 1940 y la institución museística se ubicó en el mencionado Colegio de San Gregorio en 1932.

Igualmente, fuera de su monasterio original lo contempló como Sangrador, el conde de la Viñaza en 1889, calificándolo como “bellísimo y sublime”. Resulta extraña la reacción de un investigador tan interesante como fue Juan Agapito y Revilla —artífice de la reconstrucción de los pasos con el arzobispo Gandásegui hace un siglo—: “sólo es maravilloso para el vulgo”. Se corrigió cuando continuó describiéndolo como “magnífico, conmovedor y bello”.


 El gran protector del patrimonio, en tiempos de la II República, que fue Ricardo Orueta, había escrito por aquellos mismos años veinte que este “Cristo de la Luz” no representaba la “muerte simbólica de Dios” sino más bien “la real y verdadera de un hombre que sufre en su carne al morir, y que, todavía después de muerto, causa una impresión triste con la huella borrosa de su dolor pasado”.

Delgado en extremo, mimado en cada poro de su piel, en prolongada sensación de agonía. Los ojos entornados son realmente impresionantes, atravesado uno de ellos por una espina desde el párpado. El cuerpo desnudo cumple con la elegancia.


Todo un reflejo de amor estremecedor en la madera. El propio maestro tuvo que supervisar la policromía como indica Jesús Urrea, asegurándose que ésta acentuase el patetismo de lo tallado. Su presencia en la Universidad de Valladolid, posibilitó que se fundase la Hermandad de Docentes, a partir de unos Ejercicios Espirituales del jesuita Ginés Recio y la iniciativa del rector Cayetano Mergelina.

 Después se transformó, con su refundación en 1993, en Hermandad Universitaria del Santísimo Cristo de la Luz. Esta magnífica obra se puede contemplar a la entrada del singular edificio que es el Colegio de Santa Cruz, construido sin limitación de dinero por el cardenal Pedro González de Mendoza, en una estética nueva como era la del Renacimiento.

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