Notó el Señor que los Doce, tal vez al momento de colocarse en sus puestos, discutían sobre quién sería el primero de todos. Tres años lleven en su escuela y todavía no han aprendido la primera lección. Jesús les avisa mansamente:
—El primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierna como el que sirve. Porque ¿quién es más, el que está a la mesa o el que sirve? ¿Verdad que el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve. Pero no quería el Señor que en aquellos últimos momentos se quedasen con la pena de una reprensión. Por eso les dice con cariño:
—Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, y yo os transmito el Reino como me lo transmitió mi Padre a mí: comeréis y beberéis a mi mesa en mi Reino, y os sentareis en tronos para regir a las doce tribus de Israel.
Y lo que entonces ocurrió, nos lo cuenta San Juan, el discípulo a quien amaba Jesús, en una página que todavía conserva la sublime emoción que él mismo sintió al presenciarlo. Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
Estaban cenando, ya el diablo había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavar los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido. Llega a Simón Pedro y éste le dice:
—Señor, ¿lavarme los pies tú a mí? Jesús le replicó: —Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde. Pedro le dice: —No me lavarás los pies jamás. Jesús le contestó: —Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo. Simón Pedro le dice: —Señor, no sólo los pies; sino también las manos y la cabeza.
Jesús le dice: —Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos. (Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios».)
Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: —¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «El Maestro» y «El Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis. Ya que sabéis estas cosas, felices seréis si las cumplís.
Y viendo que no todos serán felices porque no todos las cumplirán, añade: —No lo digo por todos. Yo sé a quiénes he elegido. Pero así quedara cumplida la Escritura, que dice: «El que come mi pan conmigo, levantará su pie contra mi. Como espina en el corazón clavada, siente Jesús la traición de Judas allí presente. Aprovecha los momentos para darle a entender que lo sabe todo y para invitarle a la conversión:
—Os hablo así ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, conozcáis que soy yo. Misteriosamente pone ante los ojos del ingrato la enormidad del crimen que maquina, añadiendo: —Quien recibe al que yo envío, a mí me recibe. Y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado. Los Apóstoles sólo entienden el sentido de estas palabras, que para ellos contienen motivo de consolación, pues ellos han recibido a Jesús. Pero Judas puede entender algo más: si recibir a Jesús, es recibir al Padre que le ha enviado, entregar e Jesús, será entregar al Padre, entregar a Dios. Mas tiene el corazón endurecido, y no renuncia a realizar la entrega que prometió en un momento de ambición apasionada.
¡Cómo duele al Corazón generoso del Maestro la presencia del traidor! Le he lavado los pies como a los demás. Acaso con más cariño que a los demás.
Acaso mientras le lavaba, procuró que su mirada serena se encontrase con las del traidor que nerviosamente las dirigía a otra parte. Le invitara de nuevo al arrepentimiento, y al ver que nada logra, tendrá que decirle que se marche: ¡Es demasiado santa la Primera Misa del mundo para que sea profanada por el aliento de un sacrílego!
Comentario, El Drama de Jesús
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