Como quienes ya nada tienen que temer del Nazareno vencido y condenado a morir, los inicuos consejeros se levantan y se retiran a descansar durante el poco tiempo que les queda hasta el amanecer del nuevo día.
Caifás ordena a la chusma de alguaciles y porteros y servidores que se encarguen del preso, que le traten como se merece... Ellos entienden que les da permiso para entretenerse con él en esta noche fría y de un trabajo extraordinario.
¡Les da permiso para divertirse con su Rey, para jugar con su Dios!
Se lo creen bien merecido aquellos hombres groseros, pero no saben por dónde empezar.
El Nazareno está atado de pie, sin un amigo a su lado. Tiene una expresión de serenidad augusta en el rostro sudoroso y dolorido.
Es un pobre desvalido. Es un provinciano, condenado a muerte sin defensa ninguna por el tribunal más alto de la nación. Sin embargo, no gime, no suplica, no habla. Los mira como jamás los ha mirado nadie. Es una mirada dulce y penetrante, que pudiera llegar al fondo de su alma, si sus almas no estuvieran endurecidas.
Se acerca a Jesús y le escupe en la cara. Una carcajada de los criados celebra la hazaña del señor. Han perdido el miedo, y uno tras otro, los salivazos de la canalla se clavan repugnantes en el rostro santísimo del Hijo de la Virgen. El permanece quieto, pacientísimo.
Esto los exaspera más, y uno de los más cercanos le da un empellón como para arrancarle alguna queja. Hecha la señal del primer golpe, siguen los demás entre gritos y risas: Le daban bofetadas en el rostro... Y le vendaban los ojos y le herían en la cara, mientras le preguntaban: —A ver, Cristo, profetiza: ¿quién es el que te ha pegado?
Y así decían otras muchas cosas blasfemando contra él.
Noche triste para Jesús. Noche mil veces más triste para aquellos príncipes rencorosos que le han condenado y para estos servidores.
LA CAÍDA DE PEDRO
«Antes de que el gallo cante dos veces, tu me negaras tres», le había dicho el Señor. Pedro le había respondido: «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré.»
Y confiado en sí mismo, se metió en el peligro. Confiado en sí mismo y movido también de su amor a Jesús, porque el amaba a su Maestro, y repuesto del primer susto, empezó a seguirle de lejos; quería saber en qué paraba todo aquello. Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús.
Ese discípulo era conocido del Sumo Sacerdote y entró con Jesús en el palacio 380 del Sumo Sacerdote, mientras Pedro se quedaba fuera junto a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del Sumo Sacerdote, hablo a la portera e hizo entrar a Pedro. Este se encontraba tan nervioso y turbado entre caras desconocidas y enemigas, que basto la voz de una mujer para derribarlo. El mismo Pedro predicaba después esta escena con dolor infinito a los nuevos cristianos de Roma, y de sus labios la escuchó San Marcos y la describió con estas palabras:
Mientras Pedro estaba abajo, en el patio, llego una criada del Sumo Sacerdote y, al ver a Pedro calentándose, le miró fijamente y le dijo: —También tú andabas con Jesús el Nazareno. El lo negó diciendo: —Ni sé ni entiendo lo que quieres decir. Salió fuera, al zaguán, y un gallo cantó. Reparando de nuevo en él la criada, empezó a decir a los presentes: —Este es uno de ésos. Y él lo volvió a negar. Al poco rato los presentes dijeron a Pedro: —Seguro que eres uno de ellos, pues en el acento se conoce que eres Galileo. Pero él se puso a echar maldiciones y a jurar: —No conozco a ese hombre que decís.
Y en seguida, por segunda vez, cantó el gallo. ¡Cómo vibran entonces en el alma de Pedro, amistosas, resignadas, unas palabras recientes de Jesús: «Antes de que el gallo cante dos veces, tu me habrás negado tres veces»!
Pero este es el momento en que Jesús, atado entre guardianes, atraviesa el patio. Conducido tal vez del tribunal a la prisión.
Y nos dice San Lucas, el evangelista de los perdones que brotan del Corazón de Jesús, en miradas de misericordia: El Señor, volviéndose, miró a Pedro. Qué mirada sin palabras para no comprometerle más, qué mirada suave
Yo te conozco, Simón; y te perdono y te amo como siempre te he amado; pero tú, ¿podrás perdonarte a ti mismo? «Y Simón rompió a llorar.» Y salió afuera —necesitaba soledad, necesitaba echarse al suelo en su dolor interminable—.
«Y lloró amargamente.»
AMANECER
Aparecían las luces primeras del Día Santo. Este Viernes presenciará la crucifixión del Inocente, catástrofe final de la tragedia judía y principio de la eterna felicidad cristiana. 382 Es el día grande de Dios. Es el amanecer sobre la tierra de una claridad que jamás dejará de dilatarse hasta que alcance la plenitud de un mediodía que aún esta lejos.
Es la hora esperada. La hora de Jesús. Muy de madrugada se juntan los ancianos del pueblo, y los príncipes de los sacerdotes, y los escribas; celebran otro simulacro de juicio, confirman la sentencia homicida, y para hacerla ejecutar. se dirigen en seguida al Poder civil, al representante del Emperador de Roma, Poncio Piloto, el cual ha quitado a los judíos el derecho de ejecutar las sentencias de muerte.
Comentario, El Drama de Jesús.
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