jueves, 12 de mayo de 2022

TODO HA TERMINADO


  «¡PADRE!»

 No es solamente la ausencia de los amigos por quienes muere; no es solamente la presencia de la madre a quien ha despedido ya; no es solamente el dolor encendido en todo el cuerpo; es una abrumadora soledad de Dios la que siente Jesús en su alma, hasta el punto de rasgar el silencio de aquellas tinieblas del mediodía con estas palabras: 

—Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? 


 Profundo misterio encierran estas palabras, solo explicable en aquel profundo amor de Jesús a los hombres, que no se saciaba sino en el sumo dolor. 

Nuestra inteligencia no acierta a hermanar la horrible angustia contenida en este desamparo con la bienaventuranza que reinaba en el alma de Jesús. Se siente desamparado por su Padre en los tormentos del cuerpo y en la desolación del alma. Y quiere que nosotros conozcamos y veneremos ese sublime abandono.



 Se siente desamparado por su Padre en medio de los martirios que le causan los hombres. Desde lo alto de la Cruz, la mirada de su espíritu recorre todos los días y noches de todos los siglos, y ve el enjambre innumerable y horroroso de todos los pecados que gravitan sobre él. Y ve, uno por uno, a los blasfemos, a los lujuriosos, a los avaros, a los glotones, a los vengativos, a los inútiles... me ve a mí. 

Y ve el misterio magno escondido hasta entonces en los secretos de Dios. El misterio de que él, Jesucristo, y nosotros, los pecadores, formamos un solo Cristo místico. Y él, que no conocía el pecado, toma sobre sí todos nuestros pecados, se hace víctima de nuestros pecados, sufre el abandono de Dios y la vergüenza ante Dios que nosotros merecíamos 




En esta terrible noche oscura, ruega a su Padre con el salmo profético cuyas primeras palabras ha pronunciado en voz alta: 

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza.

 En ti confiaban nuestros padres, confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y no los defraudaste. Pero yo soy un gusano, no un hombre; vergüenza de la gente, desprecio del pueblo; al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor; que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto le quiere.»

 Estoy como agua derramada; tengo los huesos descoyuntados; mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas.

 Mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar; me aprietas contra el polvo de la muerte. 

 Me acorrala una jauría de mastines; me cerca una banda de malhechores: me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Ellos me miran triunfantes, se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica. 

Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme... Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. 



EL FIN 




La sangre de las cuatro heridas gotea en tierra. La cabeza se ha doblado por el dolor del cuello; los ojos, aquellos ojos mortales a que se había asomado Dios para mirar a la tierra, están vidriados por la agonía; y los labios, temblorosos por el llanto, resecados por la sed, contraídos por la afanosa respiración, parecen mostrar los efectos del último beso, el beso traidor de Judas.

 Así muere Jesús Nazareno. 



Ha cerrado las llagas, y han llagado su cuerpo santo. Ha perdonado a los malhechores, y le han clavado entre malhechores como el mayor malhechor. Ha amado infinitamente a todos los hombres, incluso a aquellos que no merecían su amor, y el odio le ha clavado aquí donde el odio es castigado y castiga. Ha sido justo como la justicia y se ha consumado en su daño la injusticia más dolorosa. Ha ofrecido santidad a los hombres envilecidos, y sucumbe a manos de los envilecedores. Ha traído la vida, y le dan la muerte. Ha dicho: «Venid a mí todos», y todos le huyen. 

Todo lo soporta, todo lo calla. Sólo de un martirio se queja piadosamente en esta hora, un martirio que compendia todos los martirios de su cuerpo y de su alma: 

Sabiendo Jesús que todo estaba cumplido, para que se cumpliese la Escritura, dijo: Tengo sed!



 Aquel que vino al mundo para saciar la sed ajena y dejará en el mundo una fuente de vida que nunca se ha de secar, donde los  cansados encuentran fuerza, los corrompidos juventud, los turbados serenidad, ha sufrido a lo largo de su vida una sed de amor jamás satisfecha, y ahora agoniza abrasado de una sed de vehemencia infinita. 



La sed del herido que pierde la sangre. La sed de un poquito de aquellas aguas frescas de Nazaret, pintadas a lo vivo por la imaginación calenturienta. Una sed mucho mayor que la que sentía cuando volvía de niño a casa, y decía e su madre, que le miraba arrobada mientras le acercaba el cántaro recién traído de la fuente: —Madre, tengo sed. 

Y su madre esta ahora al pie de la Cruz; oye la queja y no le puede dar ni una gota de agua. Y ve que un soldado le acerca a los labios, secos y llagados, una esponja empapada en hiel y vinagre... Es lo último que Jesús tiene que agradecernos antes de morir. 



El soldado no considera lo que hace, pero ya se ha cumplido aquella Escritura que dice: «En mi sed me dieron a beber vinagre». Era normal que los crucificadores romanos tuviesen a punto esponja y calderillo con vinagre. 

Tal era el desinfectante casero que empleaban para las heridas. Y sabían que éstas se las podían causar ellos mismos con sus clavos y martillos, cuando los ejecutados se revolviesen con fuerzas titánicas al sentir los primeros dolores de la crucifixión. 



Parece que Jesús esperaba este pequeño pormenor del vinagre en sus labios para proclamar cumplido todo el programa que el Padre le marcó cuando lo ungió como redentor de los hombres: nacer pobre; ser perseguido desde niño; vivir treinta años en obediencia y trabajo; predicar el Reino de Dios a un pueblo desagradecido; escoger un grupo de amigos que perpetúe su obra; ser traicionado por uno de esos amigos; ser azotado, escupido, crucificado, abrasarse de sed y recibir vinagre... Sólo faltaba esto. Ya se lo han dado: ya nada falta. 

Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: 

—Está cumplido. Luego clamó con voz potente: 

—Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. E inclinando la cabeza, expiró. 

 El Centurión que estaba frente a la Cruz, al verle expirar con aquel gran clamor, daba gloria a Dios, diciendo: 

—Realmente, este hombre era justo. 



Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; y la tierra tembló; y las rocas se hendieron; y las tumbas se abrieron; y muchos cuerpos de los santos ya muertos resucitaron y, saliendo de las tumbas después que él resucitó, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos. 

El Centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se aterrorizaron y dijeron: —Realmente éste era Hijo de Dios. Y toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvían, dándose golpes de pecho. 

Así triunfa Jesús. Todo está cumplido: ha podido decir a su Padre antes de confiarle su alma. Padre, tú quisiste que yo naciera en una cueva: lo he cumplido. Tú quisiste que yo trabajara en un taller de obrero: lo he cumplido. Tú quisiste que yo revelara la doctrina nueva durante tres años: lo he cumplido. Tú quisiste que yo padeciera diecisiete horas de Pasión amarguísima: lo he cumplido. Ahora, Padre mío, deposito mi alma en tus manos, para volverla a tomar dentro de tres días.




 Y entregó su alma. La entregó porque quiso: los tormentos bastaban para quitarle la vida; pero él bastaba para impedir la acción de los tormentos. Y así ha prolongado su vida milagrosamente en medio de suplicios que debían haberle agotado mucho antes. 

Cuando quiso, la entregó por la salvación de los hombres, mientras la naturaleza se estremecía y los sepulcros se abrían. 

¡Obra estupenda del amor divino! «Esta es —dice San Juan Crisóstomo— la primera razón de la Pasión: que quiso Dios que se supiese cuanto amaba a los hombres el que más quiere ser amado que temido.» 



Y el cristianísimo San Pablo escribe extasiado: «Me amó, y se entregó por mí.» 

 Y el mismo Señor Nuestro Jesucristo puede afirmar generosamente: «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo Unigénito». 

¿Qué valen junto a este Señor crucificado todos los demás argumentos para servir a Dios? Bien decía aquel Santo: 

Aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera... Aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero, te quisiera. 



Fuenta. El Drama de Jesus de J L Martinez S.J


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