jueves, 5 de mayo de 2022

JESÚS PUESTO EN LA CRUZ

  PADRE, PERDÓNALES 

Pronto terminará el último acto de la tragedia divina. Llega el cortejo al Calvario, pequeño montecillo a las afueras de Jerusalén. Se echan los patíbulos en el suelo. 

El rostro de Jesús esta húmedo de frío sudor. 

 Los golpes de los maderos al caer, los gritos de la gente, los mandatos del Centurión parecen martillearle las sienes.



 El sol, que tanto le agradaba, imagen del Padre, justo aun con los injustos, ahora le deslumbra y le quema los párpados. Siente por todo su cuerpo una languidez, un temblor, un deseo de descanso al que toda su alma se resiste —¿no ha prometido padecer hasta lo último, cuanto sea necesario?—, y al mismo tiempo le parece amar con más desgarradora ternura a los que deja, incluso a los que trabajaron por su muerte.

 En esto, unas mujeres de Jerusalén, que solían hacer esta gracia a los reos, se adelantan y le ofrecen una bebida con el fin de aletargar los sentidos y aliviar los dolores de la cruz. 



Jesús toma el vaso y lo gusta un poquito, para mostrar su gratitud; pero no lo quiere beber. Padece y muere con todo su conocimiento y reflexión. Sería indigno del Hijo de Dios tomar bebidas que adormezcan los sentidos.

 Le mandan que se desnude, y él obedece. Dolor imponderable para una naturaleza tan idealmente pura como aquélla. 

Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: —No la rasguemos, sino echemos a suertes a ver a quién le toca. 

Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica.» Esto hicieron los soldados. 

Le mandan que se tienda en el patíbulo, pues desde que han suprimido el sedil, los crucifican echados en tierra, y él obedece. 




Le cogen la mano derecha, y él no la retira, y extiende también la izquierda. 

Las manos que curaron a los leprosos y acariciaron los cabellos de los niños están ahora bajo la punta de un clavo largo de ancha cabeza. Un verdugo fuerte lo sostiene con la izquierda, mientras enarbola un pesado martillo con la derecha. Da un golpe y la carne queda atravesada; luego otro y otro. El clavo va desapareciendo en la mano y en la madera. Y Jesús sabe  que su madre, que ha subido al monte con el discípulo Juan y otras piadosas mujeres, está oyendo aquellos martillazos... 

Con el mismo rito escalofriante le clavan la mano izquierda.




 Después, mediante cuerdas y escaleras, sujetan el patíbulo, con el cuerpo pendiente, a la parte alta del mástil, y clavan los pies en la parte baja. Es dolor atrocísimo, un dolor de tendones y nervios que se rompen, que se encogen, que se agarrotan. La muchedumbre calla con la esperanza de oír los alaridos de los ajusticiados... 

Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecho y otro a la izquierda. Los que pasaban, lo injuriaban meneando la cabeza y diciendo:

 —Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz. 




Lo mismo los sumos sacerdotes con los letrados y los notables se burlaban diciendo: —A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Es rey de Israel: que baje ahora de la cruz y le creeremos. 

Ha confiado en Dios: que Dios lo libre ahora si tanto lo quiere, ya que ha dicho que es Hijo de Dios. Incluso los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban, diciendo:

 —¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros. 

Todo lo oye Jesús Nazareno, y sus ojos se levantan y del fondo de su alma inocente, como canto de victoria sobre la carne dolorida, brotan las palabras que jamás olvidaremos: 

—¡Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen! 

Ninguna plegaria más divina que ésta se elevó a los cielos desde que hay hombres y oran. Pide perdón para los que le matan; y los excusa: No saben lo que hacen. Saben que matan a un inocente; no saben que este inocente es Dios. Y aunque no lo saben por culpa propia, por ceguera voluntaria, Jesús ruega por ellos, cumpliendo lo que enseñó: —Haced bien a los que os hacen mal. 

Ha sido la primera palabra de Jesús agonizante. Pronunciará otras seis, marcadas todas con una elevación y una dulzura infinitas. Estas siete palabras terminan la vida mortal de Jesús, como las ocho bienaventuranzas la habían comenzado con la revelación de una grandeza que no es de la tierra. 




Las siete palabras son la traducción sangrienta de las ocho bienaventuranzas. Jesús había comenzado por enseñarlas al mundo; muere practicándolas. Para levantar nuestras almas hasta esa altura, sube él primero. Pone sus labios en este cáliz de dolor y de amor; apura su amargo encanto hasta las heces. Tras él vendrán los enloquecidos con la misma divina locura, los Santos, que le dirán: ¡O padecer o morir! ¡Morir, no; padecer! 



 HOY MISMO 

Uno de los ladrones, cuando oye las santas palabras del Nazareno: ¡Padre, perdónales!, se calla de pronto. Aquella oración nunca oída le recuerda la edad en que era inocente y también él rezaba a Dios. Piensa luego en toda su vida de pecados, la compara con la santidad del Nazareno, y se siente acusador de sí mismo y defensor de Jesús. 

Vuélvese hacia su compañero que sigue blasfemando, y le dice: 

 —¿Ni siquiera temes tú a Dios, cuando estás para morir? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos. En cambio, éste no ha faltado en nada. 




A través de la confesión de su culpa ha llegado a la certidumbre de la inocencia del misterioso perdonador que tiene a su lado. «Nosotros hemos cometido crímenes dignos de castigo, pero éste es justo y le condenan igual que a nosotros: ¿por que le insultas? ¿No temes que Dios te castigue por haber humillado a un inocente?». 

Y recuerda lo que había oído contar de Jesús, pocas cosas, y para él poco claras. Pero sabe que ha hablado de un Reino de paz que él mismo presidirá, y que ha prometido venir al mundo como Rey al fin de los tiempos.



 Entonces, en un ímpetu de fe, como si invocase cierta comunidad entre la sangre que brota de sus manos criminales y la de aquellas manos del inocente, pronuncia una oración, cuya traducción exacta es la siguiente:

 —Jesús, acuérdate de mí, cuando vengas con tu majestad real. 

Hemos sufrido juntos, ¿no reconocerás al que estaba a tu lado en la cruz, al único que te ha defendido cuando todos te ofendían? Los judíos te matan, yo confieso tu inocencia; ellos esperan verte enterrado y olvidado, yo digo que ahora empiezas a reinar y que algún día volverás a este mundo como Rey triunfante; ellos te odian como a un malhechor, yo sólo te pido que te acuerdes de mí, porque sé que eres bueno. Jesús, acuérdate de mí en el día de tu gloria, aunque aún esté lejos aquel día, aunque tarde años y siglos en llegar. Yo estaré en la última fila, pues soy un malhechor justamente condenado a muerte, tú vendrás sobre las nubes del cielo, pero... estamos agonizando muy juntos. ¡Acuérdate de mí en aquel día! Esto me basta. 

¡Qué sublime la oración del primer arrepentido que muere pronunciando el nombre de Jesús! 



Su fe es impresionante, ve un sentenciado a la cruz, y cree: «Tú eres el Rey de los siglos.» Su esperanza es colosal: le pide un recuerdo, dispuesto a esperar contestación miles de años. 

Pero Jesús no se hace esperar. Y su respuesta no es solo instantánea, sino superabundante. No un recuerdo... ¡el Paraíso! No para dentro de miles de años.. ¡hoy mismo! Se lo dice volviendo hacia él la cabeza torturada a impulsos del amor que redime. 

—Hoy estarás conmigo en el Paraíso.

 Estas palabras nos ofrecen un nuevo autorretrato del Corazón de Jesucristo. No ofrece bienes de la tierra. ¿De que serviría al buen ladrón ser bajado de la cruz para andar durante algunos otros años por los caminos del mundo? 



Le promete la vida eterna, la felicidad verdadera, para empezar a gozarla ahora y con él.

  Aquel ladrón había robado. Había quitado a los ricos parte de su riqueza, tal vez robó también a los pobres. Pero Jesús ha tenido siempre por los pecadores, enfermos de una enfermedad más atroz que la del cuerpo, una compasión que no ha querido esconder. ¿No vino para buscar la oveja perdida? Un solo instante de verdadera contrición basta para que él perdone y abrace. El ruego del ladrón queda inmediatamente escuchado. 

Es el último convertido por Jesús en tiempo de su vida mortal. La Iglesia, fundada en aquella promesa de Cristo, lo ha recibido entre sus Santos con el nombre de Dimas. Gran motivo de esperanza para los pecadores, en cuyos oídos no dejan de resonar las palabras de Jesús:

 —¡Padre, perdónales...! 



— Pero también gran motivo de temor. Junto a Dimas estaba el mal ladrón. Los dos vieron lo mismo, los dos sufrieron lo mismo. Y ¡uno muere arrepentido, otro muere blasfemado! El misterio infinitamente respetable de la libertad del hombre en la gracia de Dios. 

Fuente: El Drama de Jesús. j.l. Martinez S J

martes, 3 de mayo de 2022

PROCESIÓN DEL LIGNUN CRUCIS DE VALLADOLID


A punto de comenzar la procesión



 

JESÚS CON LA CRUZ CAMINO DEL CALVARIO

   VIA CRUCIS, CAMINO DE LA CRUZ 





La muerte en cruz apareció entre los judíos durante la dominación de Roma. No se aplicaba a quien tuviese derecho de ciudadanía; sino a esclavos, a malhechores insignes, a sublevados contra el imperio.

 Era tan afrentoso este tormento, que Cicerón lo llama «el supremo suplicio de los esclavos». 


La cruz no solía ser muy grande. Bastaba que el crucificado quedase un poco levantado del suelo. Tenía varias formas, pero la más corriente era la cruz de dos maderos, tal como la vemos en los crucifijos. 

A la hora de ejecutar la sentencia, el poste, o palo vertical, estaba ya clavado en tierra. Cada reo era sometido a la atroz 399 tortura de transportar hasta allá, sobre sus espaldas, el travesaño horizontal, llamado patíbulo. 

Llegado al lugar del poste, era desnudado, echado encima del patíbulo, donde le sujetaban los brazos con clavos o con cuerdas. Luego lo izaban al poste, que ya tenía sitio preparado para sostener el patíbulo, y así quedaba formada la terrible cruz, la cruz de dos maderos, la cruz del hombre clavado a los dos maderos. 

Un taco pequeño llamado sedil, sujeto al mástil, y sobre el cual quedaba cabalgando el ajusticiado, le obligaba a mantener derecho el cuerpo. 

La tensión de los músculos, la congestión de la sangre en la cabeza, en los pulmones y en el corazón, la inexplicable angustia consiguiente a una posición violenta, una fiebre intensa sobre un lecho semejante, y una sed ardiente, torturaban al infeliz sin matarlo. 

Era una espantosa picota sobre la cual había tiempo de agotar toda la amargura de la muerte. Algunos morían de hambre, al cabo de tres o más días. 

En la mayor parte de los casos, hacíase necesario rematarlos, quebrándoles las piernas. Por eso, en los últimos tiempos, habían suprimido el taco que sostenía el cuerpo, para que, colgado de cuatro llagas, el crucificado muriese antes. 

Así, la muerte se hacía más rápida, pero la agonía era más dolorosa, 

Ninguna de las ignominias ni de los dolores de este atrocísimo suplicio se ahorraran a Jesús. 



Para justificar su conducta, envolviendo la ejecución de un inocente con la de dos criminales, ordenó Pilato que saliesen con Cristo otros dos reos sentenciados a muerte. Ellos salieron renegando contra aquel Nazareno cuya ejecución aceleraba la de ellos 


La procesión del primer Viernes Santo

 Salió de la Torre Antonia, donde estaba el Pretorio, hacia el monte Calvario, distante unos 700 metros. Solemos llamar a este trayecto Vía Crucis. Camino de la Cruz. Vía Dolorosa, Calle de la Amargura.




 Abría la marcha un Centurión a caballo, aquel a quien llamaron con trágica brevedad exactor mortis, el cobrador de la muerte. Seguía el pregonero trayendo en la mano el cartel en que 400 estaba escrita la causa de la condenación de Jesús, en hebreo, griego y latín: Jesús Nazareno, Rey de los Judíos. 


Esta inscripción se clavará en lo alto de la cruz, y allí la leerán muchos judíos. Los príncipes la tomaran como una injuria que se les hace, después de haber proclamado que no tienen más rey que el Emperador de Roma. Por eso dirán a Pilato: 

—No escribas: «El Rey de los Judíos», sino: «Este ha dicho: Soy Rey de los Judíos, 

Mas Pilato, harto ya de tantas exigencias y gozándose de echarles en cara la clase de reyes que tenían, o persuadido de que el Nazareno era un ser superior a sus compatriotas, los despachará diciendo: 

—Lo escrito, escrito está.



 Y así quedara para todos los siglos el titulo de Rey clavado sobre el trono del dolor y del amor, sin que haya jamás fuerza humana capaz de arrancarlo. Dios lo quiere. 

Detrás del heraldo viene Jesús, y luego ambos ladrones. 

Dos filas de guerreros romanos custodian a los tres. Los precedía y los seguía una muchedumbre de curiosos, y mezclados entre ellos los príncipes de Israel, los fariseos, los doctores, los sacerdotes, los ancianos, ¡los vencedores del odiado Nazareno! 

Por estrechas y tortuosas calles camina lentamente la procesión. 



En todas partes se nota el griterío pacífico y el risueño jolgorio que precede a las grandes solemnidades populares. Mañana es el gran sábado de la Pascua judía. Todos se aprestan para la fiesta y un diluvio de luz se vuelca del sol oriental sobre las cuatro colinas 

En este ambiente de fiesta, en medio de este pueblo en fiesta, va pasando, pausada como un entierro, la comitiva lúgubre de los que llevan la cruz. Todos aguardan la noche para sentarse a la mesa familiar, y para ellos esta noche será la última. 


La gente se aparta ante el pisotear del caballo del Centurión y se detiene a mirar a los míseros que jadean y sudan bajo la temerosa carga. Los dos ladrones parecen más seguros; pero el primero, el Hombre de los Dolores, parece a cada paso no tener fuerza 401 para dar el siguiente. Extenuado por la terrible noche, por los cuatro interrogatorios, por las penosas andanzas, por las bofetadas, los palos y la flagelación; desfigurado por la hambre, el sudor, los salivazos y el esfuerzo de este último trabajo, no parece ya el joven animoso que días atrás había purificado el Templo a latigazos. 


Aquel rostro, siempre iluminado por la serenidad interior, aparece ahora deformado por contracciones que acusan la presencia de dolores insufrible. Los ojos, quemados por llanto contenido, se ocultan en las fosas de las órbitas. Las llagas de las espaldas, rozadas por los vestidos y por el patíbulo, prolongan el martirio de los azotes. Las piernas tiemblan bajo el peso del madero... «El espíritu está pronto, pero la carne es débil.» 




Desde la víspera, que había sido el principio de la agonía, ¡cuántos golpes habían herido aquellas carnes! El beso de Judas, la huída de los amigos, las ligaduras de las manos, las amenazas de los jueces, las injurias de los guardias, la cobardía de Pilato, los gritos de muerte, los ultrajes de los legionarios, y aquel ir con la cruz a cuestas entre las sonrisas y desprecios de aquellos a quienes ama. 




Según piadosas tradiciones, una mujer valiente, atravesando la fila de los lanceros romanos se acercó a Jesús con un lienzo blanco; le enjugó el rostro sudoroso, ensangrentado. Y como recompensa u obsequio de tanta piedad, de tanto amor, se llevó impresa la faz augusta de Jesús redentor en aquel mismo lienzo... ¡el lienzo de la Verónica! 





También la piadosa tradición refiere que Jesús, en aquel camino hacia el Calvario, cayó tres veces bajo el peso del patíbulo.  



Y el Evangelio nos dice que los ejecutores de la sentencia, temiendo tal vez que el Nazareno se les muriese antes de llegar al final, obligaron a un hombre, Simón de Cirene, que volvía de su granja, a llevar la cruz de Jesús detrás de él. Sabemos que dos hijos de este honrado campesino, Alejandro y Rufo, fueron cristianos; y es muy probable que él mismo los convirtiera a Cristo, al contarles la muerte de que fue obligado testigo, y aquella mirada de divina gratitud que Jesús le dirigió al sentirse aliviado del tremendo peso. 



También nos dice la tradición que en esta Calle de la Amargura la Virgen María salió al encuentro de su Hijo; tiernamente se miraron, como queriendo mutuamente consolarse; mas el martirio del Hijo aumentó el martirio de la Madre, y el dolor de la Madre se clavó en el Corazón del Hijo. 




Sumido en el silencio de los grandes dolores avanza Jesús, sintiendo en su alma la tragedia pavorosa del pueblo que a su alrededor curiosea y ríe y grita. Sólo una palabra suya pronunciada en este camino nos ha conservado el Evangelio: Las dirigió Jesús a un grupo de mujeres que le seguían llorando: 

—Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras y por vuestros hijos. 

Y como razón de este llanto final, les predice el castigo que vendrá sobre la ciudad que lo arroja a morir fuera de sus murallas:



 —Porque llegará día en que dirán... a los montes: «desplomaos sobre nosotros», y a las colinas: «sepultadnos» porque si en el árbol florido se hace esto que veis, ¿qué no se hará en el árbol seco?


Fuente; El Drama de Jesús de J l Martinez. SJ

viernes, 29 de abril de 2022

¡ ECCE HOMO!!

¡MIRAD AL HOMBRE! 



Los soldados de Roma se han reunido burlones y crueles en torno a Jesús:

 —Ya que dicen los judíos que se proclama Rey, vamos a coronarlo —dice uno, trayendo una corona tejida con espinas y metiéndosela de golpe en la cabeza. 

Todos ríen y aceptan la ceremonia. Este ayuda a clavarle las espinas en las sienes, aquel busca una caña para que haga de cetro, el otro trae un manto viejo para echárselo a la espalda. 

Y mientras la cabeza del Rey siente un dolor acerado en las sienes, la frente y la nuca, y mientras por su rostro sereno corren gotas de roja sangre, ellos fingen reverenciarle.



 Y, doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo: —¡Salve, rey de los judíos! Luego le escupían; le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y terminada le burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa.


 Los salivazos, la sangre, el sudor y el polvo de la estancia quieren ocultar la majestad y hermosura de aquellos ojos y aquella cara que los ángeles desean contemplar. Nada detiene la furia de los soldados, instigados sin duda ninguna por el mismo Satanás, eterno enemigo del Nazareno, pues ellos solos, ¿qué interés habían de tener en martirizarle tanto? 



Cuando aparece Pilato, se apartan los soldados, y queda Jesús expuesto a las miradas del Presidente, que debió de conmoverse ante aquella visión de dolor y mansedumbre. Tomó a Jesús, impuso silencio a los que hervían en la plaza, y gritó:

 —Mirad, os lo saco afuera para que sepáis que no encuentro en el ninguna culpa. Y salió Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura. Pilato les dice: —¡Ecce homo! ¡Aquí tenéis al hombre! 



Con estas palabras dijo más de lo que quiso, más de lo que supo. Quería decir Pilato: 

 —Mirad aquí al Hombre que me habéis traído como muy peligroso. Vedle deshecho, dejadle ir a su casa, que pronto morirá. 

Mas sus palabras significarán eternamente: Ecce Homo, mirad aquí al hombre: al Hombre perfecto, al Hombre a quien mira Dios, al Hombre a quien todos los hombres debemos mirar, al Hombre que nos hace mirar a Dios. 

Pero Piloto tenía ya perdida la batalla. 

Cuando los sacerdotes y sus guardias vieron cómo sacaba a Jesús, gritaron más:

 —¡Crucifícalo. crucifícalo! Pilato les dijo: —Lleváoslo vosotros, y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él.

 Entonces los judíos, como en último esfuerzo por sujetar la victoria que ya creen tocar con las manos, acuden al argumento que nunca hubieran querido emplear ante el romano: 



—Nosotros tenemos una ley; y según esta ley debe morir, porque se ha declarado Hijo de Dios. 

No dijeron esto al principio. Le acusaron únicamente de crímenes políticos ante el ateo Pilato, ellos que en su tribunal religioso le habían condenado por hacerse Hijo de Dios. 

Al fin, tienen que repetir esta acusación, pues ven que las demás no bastan. Así morirá Jesús como él quiere morir: como mártir de su divinidad. 

Por eso, ¡cómo yerran algunos revolucionarios modernos, cuando para cohonestar su propia conducta, escriben que Jesús fue sentenciado por revolucionario, por independentista frente a Roma, y que Pilato pronunció sentencia justa, cumpliendo fielmente su oficio de gobernador romano! Para desbaratar calumnia tan monstruosa, apelo a la frase repetida por el mismo Pilato:

 —Yo no encuentro ninguna culpa en este hombre. 

 Pero ahora, cuando oye decir a los judíos que Jesús se declara Hijo de Dios, teme encontrarse ante un ser de ascendencia misteriosa, le mira al rostro ensangrentado, y le pregunta: 

—¿De dónde eres tú?



 Jesús calla. ¿Qué va a decir al juez cobarde, que, reconociéndolo inocente, mando azotarlo con tanta crueldad? Este silencio ensoberbece al romano:

 —¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte y autoridad para libertarte?

 Esta arrogante afirmación es la sentencia condenatoria de Pilato. Tiene poder para libertar al inocente, y lo entrega a los enemigos; su falta es inexcusable. 

—No tendrías sobre mí poder ninguno, si no se te hubiese dado de arriba. 

Así le responde Jesús noblemente, invitándole a pensar que deberá rendir cuentas de su gobierno al Autor de todo poder. Pilato quería dejarlo libre; pero los príncipes se lanzan al supremo recurso, al ataque personal contra Pilato:

 —Si das libertad a ése, no eres amigo del Emperador. Porque todo el que se hace Rey, va contra el Emperador.

 El Presidente no puede resistir más. Se siente vencido. Es el tipo del hombre que no sabe lanzar un ¡no! rotundo al principio de la tentación y luego muerde su derrota, y se refugia en el miserable consuelo de insultar a sus vencedores. 



Pilato los insulta sentando a Jesús en su propio tribunal, como para decirles que tienen un rey de comedia, según nos sigue refiriendo San Juan:

 Pilato, entonces, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús y lo sentó en el tribunal, en el sitio que llaman Enlosado (en hebreo Gábbata). Era el día de la Preparación de la Pascua hacia el mediodía. Y dice Pilato a los judíos: Aquí tenéis a vuestro Rey. 398 Ellos gritaron: —¡Fuera, fuera: crucifícalo! Pilato les dice: —¿A vuestro rey voy a crucificar? Contestaron los Sumos Sacerdotes: —No tenemos más rey que el Emperador. 

Es la proclamación oficial de la apostasía de Israel. Hasta ahora era el pueblo de Dios, su Rey era el Señor. Hoy se entregan al poder de un extranjero. 

Viendo, pues, Pilato que no adelantaba nada, sino que iba creciendo el alboroto, pidió agua y lavóse las manos delante del pueblo, diciendo: —Ya soy inocente de la sangre de este justo; ¡allá vosotros! Y respondió todo el pueblo, diciendo: —Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos. 




Estaba terminado el juicio. Ibis ad crucero, dijo en latín Pilato. empleando la fórmula oficial con que se decretaba el suplicio de la crucifixión, Irás a la cruz. 

miércoles, 27 de abril de 2022

JESUS AZOTADO Y ATADO

  ATADO Y AZOTADO 



Entonces tomó Pilato a Jesús, y le hizo azotar. El Evangelio no dice más. No necesitaban mas pormenores los primeros cristianos, porque bien sabían que el tormento de los azotes era horriblemente doloroso y vergonzoso. 

 Doloroso, por los brazos que azotaban y por los instrumentos empleados. Eran éstos el flagrum y el flagelum. 



El flagrum consistía en dos ramales de cuero con dobles bolas de hierro en ambas puntas. El efecto que producía sobre las espaldas del condenado aparece descrito en los autores romanos con palabras que significan aplastar, machacar, contundir. destrozar. 

El flagelum —diminutivo de flagrum— era de nervios de buey entrelazados y armados a lo largo con huesecillos o ruedecitas de metal. Su efecto sobre las carnes era cortar, abrir. desgarrar. Vergonzoso, por imponerse únicamente a los vencidos y a los esclavos (no a los ciudadanos romanos), después de haberles desnudado de todo el cuerpo o a lo menos de la cintura para arriba.



 

Tormento de tanta vergüenza y dolor, que Cicerón lo llamó la mitad de la muerte, y de hecho morían a veces bajo el horrible flagelo. Los que escapaban con vida quedaban rotos, enrojecidos, magullados, lanzando aullidos espantosos y palpitando en convulsiones de agonía. No sólo a las espaldas, sino a los brazos, pecho, piernas y todos los miembros del azotado llegaban las horribles uñas del látigo, movido por lictores sin piedad. Casos hubo en que saltaron los ojos y los dientes, y quedaron al descubierto las venas y las entrañas. 

Tormento de tanta vergüenza y dolor, que el mismo Jesús, paciente y sufrido hasta lo último, cuando anunciaba la Pasión a sus amigos, no lo podía callar: 

—Me azotarán, me azotarán... 



Y a ese tormento condena Pilato a Jesús, después de haber proclamado su inocencia, nada mas que por salir del paso. El piensa que cuando le vean triturado por los golpes, se darán por satisfechos y le dejaran marchar a su casa. Por eso da orden de que le atormenten hasta que llegue a inspirar compasión.

 No necesitaban más los verdugos. Toman los azotes, los prueban, los agitan en el aire, se remangan, aprestan cuerdas y aguardan de pie junto a la columna.



 Es un sótano circular, al cual se desciende desde el patio del Pretorio por una escalerilla de piedra. Jesús empieza a bajar  conducido por dos legionarios del ejército de Roma.

 Mira hacia abajo; ve el suelo con manchones de sangre seca y pisoteada, restos de otras víctimas que pasaron por allí; ve la columna baja de piedra con una argolla de hierro; ve los dos atormentadores, que le miran impasibles, mostrándole su flagrum en la mano derecha. 

Cómo siente en su Corazón Jesús Nazareno aquella palabra del salmo antiguo: «Yo estoy preparado para los azotes; mi dolor está siempre ante mis ojos.» A cada escalón que baja, va diciendo; 



—Padre mío, estoy preparado... Llega. Le quitan las cuerdas de las muñecas, le mandan desnudarse, y Jesús obedece. 

Amarran otra vez sus manos juntas, pasan los cordeles por la argolla, dan un tirón, y queda el Hijo de Dios encorvado hacia adelante, como una res bajo el cuchillo. Las látigos describen rápidos círculos en el aire con silbidos de amenaza. 

A la señal del jefe de los lictores, se lanzan con espantosa violencia sobre la espalda desnuda, y suena el primer golpe. Jesús ha sentido vivísimo dolor. Todo su bendito cuerpo se estremece; mas persevera firme, y levanta al cielo sus ojos que se cubren de lágrimas. 



Rasgase en seguida el aire y vuelven a caer restallantes y crueles sobre la espalda las correas armadas de hierro. La piel se enrojece, se rompe. Movidos por feroz porfía, cada uno de los verdugos se esfuerza por recorrer la espalda, el pecho, las piernas con el terrible instrumento. 

Parece que el suelo retiembla y que el espacio se atruena con el chasquido de los azotes, mientras el cuerpo de Jesús ofrece a los ojos lastimero espectáculo y su sangre enrojece los látigos, la columna, la tierra y hasta las manos de los sayones... ¡Sangre de Cristo! 

Bajo la fiera granizada, el cuerpo se ha inclinado más sobre la columna, aunque todavía se mantiene de pie; los brazos tiemblan, el Corazón late apresurado, los ojos miran arriba... ¡Padre mío, cúmplase tu voluntad...! ¡Cuánto cuesta a Jesús la reconciliación de los hombre con su Padre! Mandaba una ley judía que los que cometiesen cierta clase de pecados contra la pureza fuesen castigados con este suplicio horroroso.



 El Hijo de la Virgen, purísimo, santísimo, se ha puesto en nuestro lugar. ¡Cuántos y qué horrendos son los pecados de la carne: cuánto queda todavía que sufrir a Jesús! Terminada la flagelación, sueltan las cuerdas, y Jesús cae en tierra sobre su sangre. Extiende las manos para tomar la túnica, y ellos no se la dan.

 Cuando se ha vestido, le obligan a subir, le arrastran hasta un poyo que hay en el atrio, llaman a los demás soldados, y allí se disponen a divertirse con el azotado, mientras llegan las órdenes del Presidente. 



lunes, 25 de abril de 2022

JESÚS POR SEGUNDA VEZ ANTE PILATOS


 ¿A QUIÉN DE LOS DOS? 




De nuevo el Señor es conducido al Pretorio entre sus enemigos. Según avanza el día, hay más gente por la calle y la vergüenza de Jesús es mayor. ¡Vestido y tratado de loco ven ahora los hijos de Jerusalén al que tenían por Maestro sabio y santo! 

Cuando Pilato ve llegar a Jesús, comprende que ha fracasado su primer intento de librarse de este asunto sin molestar a los judíos. 

Se entera de la respuesta de Heredes, y sale otra vez para decir a los Magistrados y a la gente que se va reuniendo en la plaza:

 —Me habéis presentado este hombre como amotinador del pueblo, y ya habéis visto qué preguntándole yo ante vosotros no hallé en él ningún delito de esos que le imputáis.

 Ni Herodes tampoco porque nos lo ha remitido, y ya veis que nada digno de muerte se le ha probado.-

 Bien advertía Pilato las torvas miradas que sus palabras suscitaban en los enemigos de Jesús. Un segundo arbitrio se le ocurre para salir del paso y contentar a todos. 



Era costumbre que en la Pascua indultase a un preso, escogido por el pueblo. Mientras él esta discutiendo con los príncipes, un gran tropel de gente desemboca en la plaza y empieza a pedir el indulto acostumbrado.

 De esta manera ha comenzado la intervención del pueblo en el proceso de Jesús. Hasta ahora lo han llevado todo los jefes del pueblo. Pilato piensa: 

«—En vez de dejarles elegir el que quieran, les obligaré a llevarse libre al Nazareno.»

 Por eso, manda traer a Barrabás, un preso famoso. Condenado a muerte. 

Lo muestra al pueblo junto a Jesús y pregunta:




 —¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás o a Jesús, llamado el Cristo? 

Y aguarda la respuesta, dejándoles deliberar. Le parece que nadie querrá la libertad de Barrabas, encarcelado por sedicioso y homicida y ladrón. «El pueblo —piensa el Presidente— no aborrecerá a Jesús como los fariseos; pedirá su indulto, y así podré soltarlo, sin quedar disgustado con éstos». 

Pasado el tiempo suficiente, sale otra vez, y teniendo a Jesús a su lado, dice: 

—¿A quién de los dos queréis que os suelte? A una voz exclama toda la turba: 

—¡Quita a ése y suéltanos a Barrabás! 

Espantado queda Pilato ante esta elección. ¿Como es posible que la gente grite contra Jesús lo mismo que los jefes? ¿Qué ha ocurrido en la plaza? Intentemos una breve explicación: A lo largo del drama de Jesús, hemos visto al pueblo ordinariamente adicto al Maestro, mientras los dirigentes le hacían enconada guerra. Llegamos ahora al acto supremo. El triunfo tiene que decidirse por aquél o por éstos. ¿A quién se inclinará el pueblo, que por vez primera aparece como actor de la Pasión en este momento en que Pilato pregunta: 

—¿A quién de los dos queréis? Si estuvieran en esta plaza todos aquellos hombres, mujeres y niños que oyeron las palabras de Jesús en Galilea y Perea; si estuvieran aquí aquellos cinco mil y cuatro mil que él alimentó en el desierto: aquellos cojos, ciegos y leprosos que el curó, aquellos pecadores que él perdonó y consoló; aquellos padres y madres cuyos hijos resucitó; si estuvieran aquí todos los que hace cinco días —el Domingo de las palmas y los cantos— le aclamaban como Rey pacífico, no llegaría ahora a los oídos de Pilato ese grito triunfador:

 ¡Quitaras a ése; suéltanos a Barrabás! 



Pero llenan la plaza gentes bajas y turbulentas, que han venido a sacar un preso de la cárcel romana para llevárselo a hombros por las calles de Jerusalén, como trofeo de un miserable triunfo sobre el Emperador. Y gentes que viven de las sobras de los príncipes y fariseos, que los adulan y sirven; que han sido pagadas por ellos para vociferar contra el Nazareno. Lo más bajo de la ciudad, que son la mayoría, y entre ellos algunos honrados, algunos amigos, que no se atreven a gritar porque son la minoría. 

Esos llenan la plaza. Y entre ellos, olvidando su nombre y su dignidad, se mezclan los príncipes, los sabios, los sacerdotes, los ancianos de Israel, los que eran pastores del pueblo y se han convertido en lobos. 



Ellos son los que más gritan, ellos son los que seducen a las masas: 

—¡Pedid que suelte a Barrabás! ¡A Barrabas! Barrabás ¡no es peligroso! ¡El Nazareno, sí! ¡Pedid que mate al Nazareno! ¡Que lo crucifique, pedid que lo crucifique! Pilato no había medido todo el odio de los jefes judíos contra Jesús. Por eso, queda espantado cuando oye la respuesta: —¡Suéltanos a Barrabás! 

Y pregunta por segunda vez, 

—¿Qué haré entonces de Jesús Nazareno, llamado el Cristo? ¡Que lo mate, pedidle que lo mate! —silban los señores, serpenteando por todo el pueblo. 

Y en el silencio que impera Pilato e imponen sus legionarios a fuerza de golpe, vibran la pregunta y la respuesta que determinarán el destino de aquel pueblo: 

—¿Qué haré de Jesús Nazareno? —¡Crucifícalo, crucifícalo! 




Horrorizado queda el Presidente. Va de fracaso en fracaso. Vuelve a preguntar, indignado contra aquella muchedumbre que aumenta, según crece el día:

 —Pues ¿qué mal ha hecho? 

 Ya no se discurre, ya no se aguarda. Ya sólo es tiempo de triunfar definitivamente sobre el débil representante del poder más fuerte del mundo: —¡Crucifícalo, crucifícalo! ¡Fuera, fuera; crucifícalo! Pilato muerde la lengua. Confiesa su segunda derrota dejando libre a Barrabás, el homicida, el ladrón. Y busca un tercer recurso que le permita complacer a los judíos sin crucificar a Jesús, cuya inocencia le impresiona; y más todavía. cuando en uno de estos intervalos recibe un angustiado aviso de su mujer: —No te metas con ese justo, porque esta noche he sufrido mucho soñando con él.




 Para quedar persuadido de la inocencia de Jesús, Pilato no necesitaba avisos, ni siquiera el de una pesadilla nocturna, que parecía de origen sobrenatural y traía una nueva punzada a la conciencia del Presidente. Bien convencido estaba de que el Nazareno era inocente, victima de la envidia y del odio; había repetido que no encontraba causa ninguna para condenarle a muerte, su conciencia de juez romano le exigía ponerlo en libertad; pero... ahí estaban los judíos clamando contra Jesús. Pilato no tuvo coraje para superarlos, ¡y encontró la nueva escapatoria que le permitiría satisfacerlos, sin quedar él atormentado por el remordimiento de haber impuesto una pena de muerte totalmente injusta! Gritó, pues, a los judíos:

 —Le castigaré y le dejaré libre. Y se retira a dar órdenes, mientras la explanada ante el Pretorio hierve cada vez con más sol, cada vez con más gente. 




lunes, 18 de abril de 2022

JESÚS ANTE HERODES


EL SILENCIO MAYOR

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En el antiguo palacio de los príncipes asmoneos habitaba el rey Heredes, hijo de aquel otro Herodes que mató a los niños inocentes cuando nació Jesús. No desmentía la casta, porque hizo mal a sus hermanos, como aquel lo había hecho a sus hijos, ofreciéndose a Roma para ser espía contra ellos. Vivía en público escándalo con la mujer de su hermano Felipe; hizo matar al santo Bautista; fue traidor a sus amigos.

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 Delante de este hombre van a poner a Jesús Nazareno.

 El mal rey se alegró de saberlo, porque «hacia mucho tiempo deseaba ver a Jesús, pues había oído mucho de él y esperaba que en su presencia haría algún milagro».

 El hombre libertino, acostumbrado a que todo el mundo se rindiese a sus caprichos, prométese un día divertido, una serie de espectáculos de magia: Persuadido de que el reo le obedecería ciegamente con tal de salvar la vida. Invita a su corte para la fiesta... Allí están la mujer adúltera y cruel, la hija bailarina, los ministros aduladores... Todos curiosos, todos procaces, todos mirando despectivamente al prisionero, de quien tantas cosas se cuentan. Herodes le hace mil preguntas. Jesús nada responde.






 Los príncipes judíos y los escribas que le han traído desde el Pretorio, le acusan tenazmente, rencorosamente.
Jesús calla. Herodes vuelve a decirle que demuestre ante todos sus habilidades sorprendentes, que si lo hace, le libertará en seguida. Jesús, inmóvil, callado, digno, nada le responde, ni siquiera le mira. Hablo a Caifás, habló a Pilato

 A Herodes, no. Herodes es el hombre impuro, el hombre que no quiere salir del vicio y ha matado a Juan, al profeta que le avisaba en nombre de Dios.

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 Ya no oirá la palabra de Jesús. Morirá pronto, y los gusanos le comerán las carnes antes de expirar. Pero todavía le queda tiempo para vengarse del Nazareno, porque no le ha querido complacer.

—Está loco —dice a sus cortesanos— vestidlo de aspirante a rey, ya que se proclama Rey de los judíos.  Y, celebrando la ocurrencia de su amo, le echan encima una ropa blanca, el color de los candidatos, riéndose de él y despreciándole.




Y mando Heredes devolverlo a Pilato. Con esto se hicieron amigos Herodes y Pilato aquel mismo día, porque antes eran enemigos entre sí. A costa de Jesús han hecho las paces.

Comentario El Drama de Jesús.