Dicha calle se ha tomado, tradicionalmente, como parte del itinerario que tomó Cristo, cargando con la Cruz, camin de su crucifixión.
Una leyenda piadosa —recogida en De transitu Mariae, un apócrifo siriaco del siglo V— cuenta que la Santísima Virgen caminaba a diario por los sitios donde su Hijo había sufrido y derramado su sangre (Cfr. Dictionnaire de spiritualité, II, col. 2577).
Por mano de san Jerónimo, ha llegado hasta nosotros el testimonio de la peregrinación a Palestina que la noble santa Paula realizó entre los años 385 y 386: en Jerusalén, «con tanto fervor y empeño visitaba todos los lugares, que, de no haber tenido prisa por ver los otros, no se la hubiera arrancado de los primeros.
Prosternada ante la cruz, adoraba al Señor como si lo estuviera viendo colgado de ella. Entró en el sepulcro de la Anástasis y besaba la piedra que el ángel había removido de aquel. El sitio mismo en que había yacido el Señor lo acariciaba, por su fe, con la boca, como un sediento que ha hallado las aguas deseadas. Qué de lágrimas derramara allí, qué de gemidos diera de dolor, testigo es toda Jerusalén, testigo es el Señor mismo a quien rogaba» (San Jerónimo, Epitaphium sanctae Paulae, 9).
La Vía Dolorosa, la carretera por la que Jesús caminó desde el lugar donde le sentenció Poncio Pilatos hasta el Gólgota, significa “camino de los dolores”.
Desde que los cristianos comenzaron a llegar a la Ciudad Santa, han recorrido el último camino de Jesús.
Al menos durante los mil últimos años es el mismo por el que pasan los actuales visitantes. Con el tiempo, los relatos sagrados se fueron materializando en puntos concretos: las estaciones del Vía Crucis.
El itinerario está basado en la procesión organizada por los Franciscanos en el siglo XIV.
El itinerario tradicional empieza justo dentro de la Puerta de los Leones -Puerta de San Esteban-, cerca de la localizacción de la antigua Fortaleza Antonia, dirigiéndose hacia el Oeste a través de la ciudad antigua hacia la Iglesia del santo sepulcro.