sábado, 7 de mayo de 2022

HIJO ¡HE AHÍ A TU MADRE!

 ¡HE AHÍ A TU MADRE! 




La respiración de Jesús se hace cada vez mas trabajosa.

 Dilátasele el pecho por beber un poco más de aire, la cabeza le martillea por las heridas; el Corazón le late acelerado, vehemente, como si quisiera escapársele, la fiebre ardorosa de los crucificados le quema el cuerpo, sujeto a dos palos con cuatro hierro; aquel cuerpo que tantas veces ha sufrido a fuerza de contener un alma demasiado grande, y que es ahora una hoguera de dolor, en la que arden al mismo tiempo todos los dolores del mundo. 



Quiso Dios que la Naturaleza mostrase estupor por la muerte de su Hijo muy amado, y en pleno día, «el sol se oscureció y las tinieblas se extendieron por toda la región y duraron hasta las tres de la tarde».

 Muchos, atemorizados por la invasión de aquellas tinieblas, huyen del monte a sus casas. 

Quedan algo más solitarios los alrededores de la cruz. Jesús saborea el terrible abandono. Todos están lejos de él: los compañeros de los caminos felices, los confidentes de sus bondades, los 409 pobres que le miran con amor, los niños que ofrecían la cabeza a sus caricias, los curados que le seguían agradecidos, los discípulos que le habían prometido no abandonarle nunca... 


Pero todos, no. Un grupo de amantes estaba lejos y ahora se acerca a la cruz. Son el discípulo Juan y algunas mujeres, entre las cuales está la madre de Jesús. «Ella no me abandona», piensa el divino Mártir, al sentirla junto a sí. 




María dolorosa a los pies de Jesús crucificado no es sólo la madre que sufre inmensamente los dolores y la muerte del Hijo santo: es la madre del Redentor, que asiste consciente y voluntaria al gran sacrificio de nuestra reconciliación; es la madre del Sacerdote, que, en una sublime conformidad con el querer divino, ofrece espiritualmente y en expiación de nuestros pecados la Víctima que ella misma dio a luz y alimentó y preparó cuidadosamente; es la Virgen María que siente ahora los dolores de una maternidad espiritual e inefable, cuando nacen los nuevos hermanos de Jesús, los redimidos con su sangre. 

En Adán por Eva, todos pecamos y morimos; en Jesús por María, todos somos santificados y vivimos. María está de pie junto a la cruz de Jesús. De pie, en un martirio del alma y en una conformidad insuperable: «Vosotros los que pasáis por el camino, atended y mirad si hay dolor comparable a mi dolor.» 

De pie esta la Mujer fuerte, mientas los hombres han huido. De pie nuestra Mediadora, junto a nuestro Salvador. De pie nuestra Corredentora, junto a nuestro Redentor. De pie nuestra Madre en la gracia, junto al Autor de la gracia. 



Quiere Jesús que esta realidad de María, madre de todos los cristianos, realidad existente desde el momento en que fue hecha madre del que es cabeza de todos los cristianos, quede solemnemente proclamada en este instante supremo, y conservada en las palabras escritas por el único discípulo que estaba allí presente y que entonces representaba a todos los redimidos: 

 Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre María la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dice a su madre: —Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: —Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.




 ¡Oh madre de Jesús, hecha madre de Juan; madre de Dios hecha madre de los hombres; madre del Santo hecha madre de los pecadores! Por ti se salvan todos tos que se salvan. Ninguno se condena de los que acuden a ti. Más quisiera estar sin vida que sin amor a ti, madre mía, esperanza mía.

Fuente: El Drama de Jesús de J.L. Martínez S,J.

jueves, 5 de mayo de 2022

JESÚS PUESTO EN LA CRUZ

  PADRE, PERDÓNALES 

Pronto terminará el último acto de la tragedia divina. Llega el cortejo al Calvario, pequeño montecillo a las afueras de Jerusalén. Se echan los patíbulos en el suelo. 

El rostro de Jesús esta húmedo de frío sudor. 

 Los golpes de los maderos al caer, los gritos de la gente, los mandatos del Centurión parecen martillearle las sienes.



 El sol, que tanto le agradaba, imagen del Padre, justo aun con los injustos, ahora le deslumbra y le quema los párpados. Siente por todo su cuerpo una languidez, un temblor, un deseo de descanso al que toda su alma se resiste —¿no ha prometido padecer hasta lo último, cuanto sea necesario?—, y al mismo tiempo le parece amar con más desgarradora ternura a los que deja, incluso a los que trabajaron por su muerte.

 En esto, unas mujeres de Jerusalén, que solían hacer esta gracia a los reos, se adelantan y le ofrecen una bebida con el fin de aletargar los sentidos y aliviar los dolores de la cruz. 



Jesús toma el vaso y lo gusta un poquito, para mostrar su gratitud; pero no lo quiere beber. Padece y muere con todo su conocimiento y reflexión. Sería indigno del Hijo de Dios tomar bebidas que adormezcan los sentidos.

 Le mandan que se desnude, y él obedece. Dolor imponderable para una naturaleza tan idealmente pura como aquélla. 

Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: —No la rasguemos, sino echemos a suertes a ver a quién le toca. 

Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica.» Esto hicieron los soldados. 

Le mandan que se tienda en el patíbulo, pues desde que han suprimido el sedil, los crucifican echados en tierra, y él obedece. 




Le cogen la mano derecha, y él no la retira, y extiende también la izquierda. 

Las manos que curaron a los leprosos y acariciaron los cabellos de los niños están ahora bajo la punta de un clavo largo de ancha cabeza. Un verdugo fuerte lo sostiene con la izquierda, mientras enarbola un pesado martillo con la derecha. Da un golpe y la carne queda atravesada; luego otro y otro. El clavo va desapareciendo en la mano y en la madera. Y Jesús sabe  que su madre, que ha subido al monte con el discípulo Juan y otras piadosas mujeres, está oyendo aquellos martillazos... 

Con el mismo rito escalofriante le clavan la mano izquierda.




 Después, mediante cuerdas y escaleras, sujetan el patíbulo, con el cuerpo pendiente, a la parte alta del mástil, y clavan los pies en la parte baja. Es dolor atrocísimo, un dolor de tendones y nervios que se rompen, que se encogen, que se agarrotan. La muchedumbre calla con la esperanza de oír los alaridos de los ajusticiados... 

Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecho y otro a la izquierda. Los que pasaban, lo injuriaban meneando la cabeza y diciendo:

 —Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz. 




Lo mismo los sumos sacerdotes con los letrados y los notables se burlaban diciendo: —A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Es rey de Israel: que baje ahora de la cruz y le creeremos. 

Ha confiado en Dios: que Dios lo libre ahora si tanto lo quiere, ya que ha dicho que es Hijo de Dios. Incluso los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban, diciendo:

 —¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros. 

Todo lo oye Jesús Nazareno, y sus ojos se levantan y del fondo de su alma inocente, como canto de victoria sobre la carne dolorida, brotan las palabras que jamás olvidaremos: 

—¡Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen! 

Ninguna plegaria más divina que ésta se elevó a los cielos desde que hay hombres y oran. Pide perdón para los que le matan; y los excusa: No saben lo que hacen. Saben que matan a un inocente; no saben que este inocente es Dios. Y aunque no lo saben por culpa propia, por ceguera voluntaria, Jesús ruega por ellos, cumpliendo lo que enseñó: —Haced bien a los que os hacen mal. 

Ha sido la primera palabra de Jesús agonizante. Pronunciará otras seis, marcadas todas con una elevación y una dulzura infinitas. Estas siete palabras terminan la vida mortal de Jesús, como las ocho bienaventuranzas la habían comenzado con la revelación de una grandeza que no es de la tierra. 




Las siete palabras son la traducción sangrienta de las ocho bienaventuranzas. Jesús había comenzado por enseñarlas al mundo; muere practicándolas. Para levantar nuestras almas hasta esa altura, sube él primero. Pone sus labios en este cáliz de dolor y de amor; apura su amargo encanto hasta las heces. Tras él vendrán los enloquecidos con la misma divina locura, los Santos, que le dirán: ¡O padecer o morir! ¡Morir, no; padecer! 



 HOY MISMO 

Uno de los ladrones, cuando oye las santas palabras del Nazareno: ¡Padre, perdónales!, se calla de pronto. Aquella oración nunca oída le recuerda la edad en que era inocente y también él rezaba a Dios. Piensa luego en toda su vida de pecados, la compara con la santidad del Nazareno, y se siente acusador de sí mismo y defensor de Jesús. 

Vuélvese hacia su compañero que sigue blasfemando, y le dice: 

 —¿Ni siquiera temes tú a Dios, cuando estás para morir? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos. En cambio, éste no ha faltado en nada. 




A través de la confesión de su culpa ha llegado a la certidumbre de la inocencia del misterioso perdonador que tiene a su lado. «Nosotros hemos cometido crímenes dignos de castigo, pero éste es justo y le condenan igual que a nosotros: ¿por que le insultas? ¿No temes que Dios te castigue por haber humillado a un inocente?». 

Y recuerda lo que había oído contar de Jesús, pocas cosas, y para él poco claras. Pero sabe que ha hablado de un Reino de paz que él mismo presidirá, y que ha prometido venir al mundo como Rey al fin de los tiempos.



 Entonces, en un ímpetu de fe, como si invocase cierta comunidad entre la sangre que brota de sus manos criminales y la de aquellas manos del inocente, pronuncia una oración, cuya traducción exacta es la siguiente:

 —Jesús, acuérdate de mí, cuando vengas con tu majestad real. 

Hemos sufrido juntos, ¿no reconocerás al que estaba a tu lado en la cruz, al único que te ha defendido cuando todos te ofendían? Los judíos te matan, yo confieso tu inocencia; ellos esperan verte enterrado y olvidado, yo digo que ahora empiezas a reinar y que algún día volverás a este mundo como Rey triunfante; ellos te odian como a un malhechor, yo sólo te pido que te acuerdes de mí, porque sé que eres bueno. Jesús, acuérdate de mí en el día de tu gloria, aunque aún esté lejos aquel día, aunque tarde años y siglos en llegar. Yo estaré en la última fila, pues soy un malhechor justamente condenado a muerte, tú vendrás sobre las nubes del cielo, pero... estamos agonizando muy juntos. ¡Acuérdate de mí en aquel día! Esto me basta. 

¡Qué sublime la oración del primer arrepentido que muere pronunciando el nombre de Jesús! 



Su fe es impresionante, ve un sentenciado a la cruz, y cree: «Tú eres el Rey de los siglos.» Su esperanza es colosal: le pide un recuerdo, dispuesto a esperar contestación miles de años. 

Pero Jesús no se hace esperar. Y su respuesta no es solo instantánea, sino superabundante. No un recuerdo... ¡el Paraíso! No para dentro de miles de años.. ¡hoy mismo! Se lo dice volviendo hacia él la cabeza torturada a impulsos del amor que redime. 

—Hoy estarás conmigo en el Paraíso.

 Estas palabras nos ofrecen un nuevo autorretrato del Corazón de Jesucristo. No ofrece bienes de la tierra. ¿De que serviría al buen ladrón ser bajado de la cruz para andar durante algunos otros años por los caminos del mundo? 



Le promete la vida eterna, la felicidad verdadera, para empezar a gozarla ahora y con él.

  Aquel ladrón había robado. Había quitado a los ricos parte de su riqueza, tal vez robó también a los pobres. Pero Jesús ha tenido siempre por los pecadores, enfermos de una enfermedad más atroz que la del cuerpo, una compasión que no ha querido esconder. ¿No vino para buscar la oveja perdida? Un solo instante de verdadera contrición basta para que él perdone y abrace. El ruego del ladrón queda inmediatamente escuchado. 

Es el último convertido por Jesús en tiempo de su vida mortal. La Iglesia, fundada en aquella promesa de Cristo, lo ha recibido entre sus Santos con el nombre de Dimas. Gran motivo de esperanza para los pecadores, en cuyos oídos no dejan de resonar las palabras de Jesús:

 —¡Padre, perdónales...! 



— Pero también gran motivo de temor. Junto a Dimas estaba el mal ladrón. Los dos vieron lo mismo, los dos sufrieron lo mismo. Y ¡uno muere arrepentido, otro muere blasfemado! El misterio infinitamente respetable de la libertad del hombre en la gracia de Dios. 

Fuente: El Drama de Jesús. j.l. Martinez S J

martes, 3 de mayo de 2022

PROCESIÓN DEL LIGNUN CRUCIS DE VALLADOLID


A punto de comenzar la procesión



 

JESÚS CON LA CRUZ CAMINO DEL CALVARIO

   VIA CRUCIS, CAMINO DE LA CRUZ 





La muerte en cruz apareció entre los judíos durante la dominación de Roma. No se aplicaba a quien tuviese derecho de ciudadanía; sino a esclavos, a malhechores insignes, a sublevados contra el imperio.

 Era tan afrentoso este tormento, que Cicerón lo llama «el supremo suplicio de los esclavos». 


La cruz no solía ser muy grande. Bastaba que el crucificado quedase un poco levantado del suelo. Tenía varias formas, pero la más corriente era la cruz de dos maderos, tal como la vemos en los crucifijos. 

A la hora de ejecutar la sentencia, el poste, o palo vertical, estaba ya clavado en tierra. Cada reo era sometido a la atroz 399 tortura de transportar hasta allá, sobre sus espaldas, el travesaño horizontal, llamado patíbulo. 

Llegado al lugar del poste, era desnudado, echado encima del patíbulo, donde le sujetaban los brazos con clavos o con cuerdas. Luego lo izaban al poste, que ya tenía sitio preparado para sostener el patíbulo, y así quedaba formada la terrible cruz, la cruz de dos maderos, la cruz del hombre clavado a los dos maderos. 

Un taco pequeño llamado sedil, sujeto al mástil, y sobre el cual quedaba cabalgando el ajusticiado, le obligaba a mantener derecho el cuerpo. 

La tensión de los músculos, la congestión de la sangre en la cabeza, en los pulmones y en el corazón, la inexplicable angustia consiguiente a una posición violenta, una fiebre intensa sobre un lecho semejante, y una sed ardiente, torturaban al infeliz sin matarlo. 

Era una espantosa picota sobre la cual había tiempo de agotar toda la amargura de la muerte. Algunos morían de hambre, al cabo de tres o más días. 

En la mayor parte de los casos, hacíase necesario rematarlos, quebrándoles las piernas. Por eso, en los últimos tiempos, habían suprimido el taco que sostenía el cuerpo, para que, colgado de cuatro llagas, el crucificado muriese antes. 

Así, la muerte se hacía más rápida, pero la agonía era más dolorosa, 

Ninguna de las ignominias ni de los dolores de este atrocísimo suplicio se ahorraran a Jesús. 



Para justificar su conducta, envolviendo la ejecución de un inocente con la de dos criminales, ordenó Pilato que saliesen con Cristo otros dos reos sentenciados a muerte. Ellos salieron renegando contra aquel Nazareno cuya ejecución aceleraba la de ellos 


La procesión del primer Viernes Santo

 Salió de la Torre Antonia, donde estaba el Pretorio, hacia el monte Calvario, distante unos 700 metros. Solemos llamar a este trayecto Vía Crucis. Camino de la Cruz. Vía Dolorosa, Calle de la Amargura.




 Abría la marcha un Centurión a caballo, aquel a quien llamaron con trágica brevedad exactor mortis, el cobrador de la muerte. Seguía el pregonero trayendo en la mano el cartel en que 400 estaba escrita la causa de la condenación de Jesús, en hebreo, griego y latín: Jesús Nazareno, Rey de los Judíos. 


Esta inscripción se clavará en lo alto de la cruz, y allí la leerán muchos judíos. Los príncipes la tomaran como una injuria que se les hace, después de haber proclamado que no tienen más rey que el Emperador de Roma. Por eso dirán a Pilato: 

—No escribas: «El Rey de los Judíos», sino: «Este ha dicho: Soy Rey de los Judíos, 

Mas Pilato, harto ya de tantas exigencias y gozándose de echarles en cara la clase de reyes que tenían, o persuadido de que el Nazareno era un ser superior a sus compatriotas, los despachará diciendo: 

—Lo escrito, escrito está.



 Y así quedara para todos los siglos el titulo de Rey clavado sobre el trono del dolor y del amor, sin que haya jamás fuerza humana capaz de arrancarlo. Dios lo quiere. 

Detrás del heraldo viene Jesús, y luego ambos ladrones. 

Dos filas de guerreros romanos custodian a los tres. Los precedía y los seguía una muchedumbre de curiosos, y mezclados entre ellos los príncipes de Israel, los fariseos, los doctores, los sacerdotes, los ancianos, ¡los vencedores del odiado Nazareno! 

Por estrechas y tortuosas calles camina lentamente la procesión. 



En todas partes se nota el griterío pacífico y el risueño jolgorio que precede a las grandes solemnidades populares. Mañana es el gran sábado de la Pascua judía. Todos se aprestan para la fiesta y un diluvio de luz se vuelca del sol oriental sobre las cuatro colinas 

En este ambiente de fiesta, en medio de este pueblo en fiesta, va pasando, pausada como un entierro, la comitiva lúgubre de los que llevan la cruz. Todos aguardan la noche para sentarse a la mesa familiar, y para ellos esta noche será la última. 


La gente se aparta ante el pisotear del caballo del Centurión y se detiene a mirar a los míseros que jadean y sudan bajo la temerosa carga. Los dos ladrones parecen más seguros; pero el primero, el Hombre de los Dolores, parece a cada paso no tener fuerza 401 para dar el siguiente. Extenuado por la terrible noche, por los cuatro interrogatorios, por las penosas andanzas, por las bofetadas, los palos y la flagelación; desfigurado por la hambre, el sudor, los salivazos y el esfuerzo de este último trabajo, no parece ya el joven animoso que días atrás había purificado el Templo a latigazos. 


Aquel rostro, siempre iluminado por la serenidad interior, aparece ahora deformado por contracciones que acusan la presencia de dolores insufrible. Los ojos, quemados por llanto contenido, se ocultan en las fosas de las órbitas. Las llagas de las espaldas, rozadas por los vestidos y por el patíbulo, prolongan el martirio de los azotes. Las piernas tiemblan bajo el peso del madero... «El espíritu está pronto, pero la carne es débil.» 




Desde la víspera, que había sido el principio de la agonía, ¡cuántos golpes habían herido aquellas carnes! El beso de Judas, la huída de los amigos, las ligaduras de las manos, las amenazas de los jueces, las injurias de los guardias, la cobardía de Pilato, los gritos de muerte, los ultrajes de los legionarios, y aquel ir con la cruz a cuestas entre las sonrisas y desprecios de aquellos a quienes ama. 




Según piadosas tradiciones, una mujer valiente, atravesando la fila de los lanceros romanos se acercó a Jesús con un lienzo blanco; le enjugó el rostro sudoroso, ensangrentado. Y como recompensa u obsequio de tanta piedad, de tanto amor, se llevó impresa la faz augusta de Jesús redentor en aquel mismo lienzo... ¡el lienzo de la Verónica! 





También la piadosa tradición refiere que Jesús, en aquel camino hacia el Calvario, cayó tres veces bajo el peso del patíbulo.  



Y el Evangelio nos dice que los ejecutores de la sentencia, temiendo tal vez que el Nazareno se les muriese antes de llegar al final, obligaron a un hombre, Simón de Cirene, que volvía de su granja, a llevar la cruz de Jesús detrás de él. Sabemos que dos hijos de este honrado campesino, Alejandro y Rufo, fueron cristianos; y es muy probable que él mismo los convirtiera a Cristo, al contarles la muerte de que fue obligado testigo, y aquella mirada de divina gratitud que Jesús le dirigió al sentirse aliviado del tremendo peso. 



También nos dice la tradición que en esta Calle de la Amargura la Virgen María salió al encuentro de su Hijo; tiernamente se miraron, como queriendo mutuamente consolarse; mas el martirio del Hijo aumentó el martirio de la Madre, y el dolor de la Madre se clavó en el Corazón del Hijo. 




Sumido en el silencio de los grandes dolores avanza Jesús, sintiendo en su alma la tragedia pavorosa del pueblo que a su alrededor curiosea y ríe y grita. Sólo una palabra suya pronunciada en este camino nos ha conservado el Evangelio: Las dirigió Jesús a un grupo de mujeres que le seguían llorando: 

—Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras y por vuestros hijos. 

Y como razón de este llanto final, les predice el castigo que vendrá sobre la ciudad que lo arroja a morir fuera de sus murallas:



 —Porque llegará día en que dirán... a los montes: «desplomaos sobre nosotros», y a las colinas: «sepultadnos» porque si en el árbol florido se hace esto que veis, ¿qué no se hará en el árbol seco?


Fuente; El Drama de Jesús de J l Martinez. SJ