
Eran muchos siglos antes de Jesucristo. Los hijos de Israel se veían reducidos a la esclavitud por los Faraones de Egipto. El hombre escogido por Dios para salvar el pueblo, Moisés, ha pedido varias veces, y siempre en vano, que el Faraón los deje marchar en paz a ocupar la tierra que el Señor ha prometido a los israelitas.
El tirano quiere tenerlos a su servicio.
Al fin toma Dios mismo la defensa de su pueblo. Y por eso les da una orden terminante, por medio de Moisés:
«Este mes será para vosotros el principal de los meses; el primer mes del año... Que cada uno tome un cordero por familia... Lo guardaréis hasta el catorce de este mes, y entonces toda la gente de Israel lo sacrificará... recogeréis su sangre, y con ella marcaréis las puertas de vuestras casas. Se comerá la carne ese día: la comeréis asada al fuego, con panes sin levadura y con hierbas amargas... la comeréis así: ceñida la cintura, calzados los pies con sandalias, bastón en mano y deprisa. Porque es la Pascua, esto es, el paso del Señor. Yo pasaré de noche por el país de Egipto, y heriré de muerte a todos los primogénitos de Egipto. Yo soy el Señor
La sangre será una señal en vuestro favor en las casas en que estéis. Yo veré la sangre y pasaré por alto de vosotros y no habrá para vosotros plaga de muerte, cuando yo castigue al país de Egipto. Conservaréis el recuerdo de este día y lo celebraréis de generación en generación, y será una fiesta perpetua.

Este es el origen de la Pascua, la fiesta mas sagrada y significativa de Israel, profecía viva de la inmolación del Cordero de Dios, que había de quitar los pecados del mundo, y que inmolado por nuestro amor había de ser la nueva y verdadera Pascua de los cristianos, nuestra Pascua.
Llegó, pues, la Pascua, los días del culto a Dios y del cariño familiar. Jesús quiere celebrarla con sus amigos muy queridos: quiere beber el vino con ellos, antes de abrasarse de sed en la cruz, quiere reclinarse con ellos a la mesa, antes de ser puesto en la piedra del sepulcro.
Llamó, pues, a dos de sus discípulos. Pedro y Juan, en la mañana del jueves, que era el primer día de los Panes sin levadura, y que iba a ser el primer Jueves Santo, y les dijo:
—Id a la ciudad, y al entrar en ella, encontraréis a un hombre llevando un cántaro de agua. Seguidle hasta la casa en que entre, y allí diréis al dueño de ella: «El Maestro te dice: Mi tiempo está cerca: ¿dónde está el aposento en que he de comer la Pascua con mis discípulos?» Y él os enseñará en lo alto de la casa un comedor espacioso y alfombrado. Preparad allí.

No sabemos quién era este hombre del cántaro. Jesús conocía dese lejos su corazón y sabía que al oír el delicado mensaje del Maestro: «Mi tiempo esta próximo: llega el día de mi muerte», abriría su casa y ofrecería su estancia mejor. ¿Quién niega favor semejante a un moribundo, que por última vez quiere reunirse con sus amigos?
Llegan los discípulos a la ciudad, hallan al hombre del cántaro y todo lo preparan en la casa: el cordero asado, los panes sin levadura, las lechugas agrestes, el vino en un jarro, el agua caliente y la salsa roja, haroset, hecha con manzanas, higos y limones cocidos en vinagre y condimentados con canela.
Su color de ladrillo les recordaba la arcilla con que trabajaban en su esclavitud de Egipto y la libertad que el Señor les concedió.

Sobre la mesa cubierta con lienzo blanco ponen los candelabros, los platos para los trece y una sola copa de la que todos habían de beber. Alrededor de la mesa, los divanes en que habían de reclinarse los convidados, conforme a la costumbre oriental. De nada se olvidan Pedro y Juan. Desde niños habían asistido a estos preparativos sagrados, siguiendo a sus madres con miradas de curiosidad y de alegría.
Cuando todo lo tienen dispuesto, se asoman a las ventanas para verlos venir...
A la puesta del sol, llegan los otros diez con Jesús. Entran en silencio a celebrar devotamente la cena sagrada. Si supieran lo que en esta cena van a recibir... Tal vez recuerdan conmovidos la palabra que les dijera Jesús hace dos día: «Se celebrará la Pascua... Me crucificarán.»

De pronto las grandes trompetas del Templo anuncian que ya es hora, y los trece se reclinan en sus puestos. Dos de ellos llevan en el alma una emoción mayor. Son los que van a morir pronto: Jesús Nazareno y Judas Iscariote. El Maestro y el Traidor. El Hijo de la Virgen y el engendro de Satanás.
Judas ha cerrado ya su contrato. Lleva encima los treinta dineros y procura apretarlos bien para que no suenen. Quiere aparecer tranquilo, pero le tortura el pensamiento de que Jesús tal vez ya lo sabe todo. Y si no lo sabe, ¿por qué le mira con esa mirada penetrante y dolorida?
Jesús aparece sereno. Su pena es interior y resignada. Es una pena inefable de quien es el único en conocer una traición gravísima que procurará evitar sin conseguirlo.
Recorre con sus ojos aquellos rostros que le rodean y lo miran. Son los Doce. Los amigos desde hace tres años. Con ellos ha comido muchas veces, con ellos ha sufrido el sol, con ellos ha descansado.

De pronto rompe el silencio y sin dejar de mirarlos, les dice una palabra que es un augusto retrato de la bondad de su Corazón y de la ternura de su amor:
—Con gran deseo he deseado celebrar esta Pascua con vosotros, antes de padecer...
Comentario, El Drama de Jesus
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