SOLEDAD
Los judíos querían enterrar pronto los cuerpos de los ejecutados, para que no profanasen con su presencia la santidad del día siguiente, el gran sábado de la Pascua.
Para rematar a los agonizantes en cruz, los verdugos romanos solían descoyuntarles y romperles los huesos de las rodillas a fuerza de mazazos.
Así, el pecho ya no podía hacer fuerza con las piernas para henchirse de aire y respirar algo; todo el peso del cuerpo tiraba de los brazos para abajo: sobrevenía la muerte por asfixia.
Este escalofriante golpe de gracia, llamado crurifragium fue aplicado a los dos ladrones.
Pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.
Por sus Profetas Isaías, Ezequiel y Zacarías había Dios prometido —según os expliqué en el capítulo 63— comunicarnos la vida manante del Corazón de su Hijo Primogénito —¡ la vida de Dios!—, comparándola al agua viva que salta de precioso manantial.
Leímos aquellas palabras tales como las escribió en su Evangelio el Apóstol San Juan, que las oyó a Jesús en el Templo de Jerusalén, durante una fiesta judía.
Ahora, en la tarde del Viernes Santo, cuando amanece la gran Fiesta de la Redención Universal, el mismo San Juan está viendo cómo saltan agua y sangre del Corazón de Jesucristo, herido por la lanza romana
En ese chorro generoso ve simbolizado el cumplimiento de aquella promesa mesiánica, y lo hace constar con palabras solemnes para que todos los discípulos creamos que del Corazón de Jesús muerto brotó la Iglesia —así como del costado de Adán dormido había brotado la primera madre—, la Iglesia con los sacramentos que nos purifican, la redención que a todos alcanza, la vida que a todos nos hace hijos de Dios.
Y para afianzar nuestra fe en verdades tan sublimes, se presenta como testigo de cuanto escribe. Por eso, añade:
El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso», y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que atravesaron.»
Al mirar ellos al que atravesaron, al mirarlo también nosotros, al mirarlo todos, porque todos en el pusimos nuestras manos, vemos que, mediante la herida abierta en el costado, ha quedado patente el camino que nos lleva hacia el Corazón de Jesús, y que ese camino ya no se cierra. Es descanso para los piadosos, refugio de salvación para los arrepentidos, amor para todos.
Intentaban los judíos retirar a toda prisa y sin honra el Cuerpo del Nazareno. sepultarlo en la fosa con los otros dos condenados, hundir en un sepulcro común sus huesos y poner sobre ellos y sobre toda su vida la tierra que destruye para siempre su memoria.
Dios dijo al mar: ¡Hasta aquí! Y le puso una barrera infranqueable con menuda arena. Ahora, muerto ya su Hijo, dice al mar de las potestades infernales: ¡ Hasta aquí! Y no pueden mas contra Jesús.
En efecto, apenas salían los judíos de la presencia de Pilato, con el permiso de que se quebrasen las piernas a los condenados y se los descolgase en cuanto muriesen, entró un señor respetable a pedirle una gracia.
Era José, senador o consejero noble del Sanedrín, caballero rico de Arimatea, pueblo cercano a Jerusalén.
Hombre bueno y justo, que también esperaba el Reino de Dios y era discípulo de Jesús, aunque oculto por temor de los judíos. Este no había votado a favor de la decisión y crimen de ellos.
Si antes había temido y no se había declarado como debiera, ahora, movido por la muerte del Maestro y por la gracia divina, desecha todo temor:
Audazmente se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió.
Viene también Nicodemo, aquel que en otro tiempo había venido a Jesús de noche, y trae consigo una mezcla de mirra y áloe que pesaba cerca de cien libras.
Llegados al Calvario, piden permiso a la Señora que al pie de la Cruz velaba el último sueño de su hiño. Ayudados de escaleras y lienzos, desclavan el sagrado Cuerpo y lo bajan con toda reverencia. La primera que está allí presta a recibirlo y abrazarlo es su madre, la madre dolorosa. ¡Oh Virgen, hija de Sión! ¿A quién te compararé? Grande como el mar es tu quebranto, ¿quién te podrá consolar?
José de Arimatea, Nicodemo, el discípulo Juan y las piadosas mujeres acompañan a la madre dolorosa, sumidos en un silencio de respeto y compasión. Después contemplan de cerca el sagrado cuerpo. Ven muerto al amado amigo, al dulce huésped de los días de paz. Le ven muerto por la fuerza de las torturas que los hombres escogieron. Y acaso no saben aún que las escogía el Padre y las aceptaba el Hijo. Pero urgía la hora.
Era preciso acortar la devoción y acelerar el entierro, antes de que brillasen las estrellas, pues entonces comenzaba para los judíos el día del sábado y quedaba prohibido todo trabajo.
Lavaron el cuerpo brevemente, lo cubrieron de aromas y lo envolvieron en un lienzo grande, según acostumbraban los judíos a sepultar. José de Arimatea tenía en un jardín suyo, cercano al Calvario, un sepulcro nuevo cavado en la roca viva. Estaba sin estrenar y lo ofreció para el Maestro. En la cámara interior, sobre una piedra plana y larga, a modo de altar, fue colocado el cadáver, y allí le dejó su última mirada y su Corazón la Virgen María. Una gran piedra redonda fue corrida hasta cerrar la entrada.
Las mujeres, y especialmente María Magdalena, la arrepentida, la amante, han observado cómo preparaban los hombres el cadáver y han decidido volver pasado mañana para perfumarlo mejor. Mañana estarán en reposo absoluto conforme a la ley.
Para la madre de Jesús han traído un velo negro; y ella, con el rostro cubierto, acompañada por las mujeres y por San Juan, desciende a Jerusalén. Calles y plazas rebosan de gente. Alguno la mira y dice por lo bajo al compañero:
La madre del ajusticiado.
Pero ella, a cada persona que cruza en el camino, sea israelita, sea griego, sea romano, le dice en silencio, con afecto de ternura inmensa y como el eco de un testamento sublime:
—¡He aquí a tu madre!
Y así entra en la casa donde pasará estos tres días de soledad y de esperanza. Allá afuera, en lo alto de un montecillo cuyo nombre ya nunca se olvidará, aparecen las siluetas de tres cruces que se recortan sobre un cielo iluminado por la luna de Nisán. Las tres están vacías. Ha terminado el primer Viernes Santo del Cristianismo. Jesús ha expiado hasta lo último por nosotros, y ahora empieza nuestra expiación.
Esta expiación nuestra consiste en aplicarnos los méritos infinitos de nuestro Redentor mediante la recepción de los sacramentos y el cumplimiento de nuestros deberes de cada día. «Sólo los que se hacen fuerza —nos dejó dicho el Maestro— entrarán en el Reino de los cielos.»
Fuente: El Drama de Jessús, J.l. Martinez S.J