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sábado, 14 de mayo de 2022

TODO A TERMINADO Y SOLEDAD


 SOLEDAD

 Los judíos querían enterrar pronto los cuerpos de los ejecutados, para que no profanasen con su presencia la santidad del día siguiente, el gran sábado de la Pascua. 




Para rematar a los agonizantes en cruz, los verdugos romanos solían descoyuntarles y romperles los huesos de las rodillas a fuerza de mazazos.

 Así, el pecho ya no podía hacer fuerza con las piernas para henchirse de aire y respirar algo; todo el peso del cuerpo tiraba de los brazos para abajo: sobrevenía la muerte por asfixia. 

Este escalofriante golpe de gracia, llamado crurifragium fue aplicado a los dos ladrones. 

Pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. 



Por sus Profetas Isaías, Ezequiel y Zacarías había Dios prometido —según os expliqué en el capítulo 63— comunicarnos la vida manante del Corazón de su Hijo Primogénito —¡ la vida de Dios!—, comparándola al agua viva que salta de precioso manantial. 

Leímos aquellas palabras tales como las escribió en su Evangelio el Apóstol San Juan, que las oyó a Jesús en el Templo de Jerusalén, durante una fiesta judía. 

Ahora, en la tarde del Viernes Santo, cuando amanece la gran Fiesta de la Redención Universal, el mismo San Juan está viendo cómo saltan agua y sangre del Corazón de Jesucristo, herido por la lanza romana 



En ese chorro generoso ve simbolizado el cumplimiento de aquella promesa mesiánica, y lo hace constar con palabras solemnes para que todos los discípulos creamos que del Corazón de Jesús muerto brotó la Iglesia —así como del costado de Adán dormido había brotado la primera madre—, la Iglesia con los sacramentos que nos purifican, la redención que a todos alcanza, la vida que a todos nos hace hijos de Dios. 

Y para afianzar nuestra fe en verdades tan sublimes, se presenta como testigo de cuanto escribe. Por eso, añade: 

El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso», y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que atravesaron.» 


Al mirar ellos al que atravesaron, al mirarlo también nosotros, al mirarlo todos, porque todos en el pusimos nuestras manos, vemos que, mediante la herida abierta en el costado, ha quedado patente el camino que nos lleva hacia el Corazón de Jesús, y que  ese camino ya no se cierra. Es descanso para los piadosos, refugio de salvación para los arrepentidos, amor para todos.

 Intentaban los judíos retirar a toda prisa y sin honra el Cuerpo del Nazareno. sepultarlo en la fosa con los otros dos condenados, hundir en un sepulcro común sus huesos y poner sobre ellos y sobre toda su vida la tierra que destruye para siempre su memoria.

 Dios dijo al mar: ¡Hasta aquí! Y le puso una barrera infranqueable con menuda arena. Ahora, muerto ya su Hijo, dice al mar de las potestades infernales: ¡ Hasta aquí! Y no pueden mas contra Jesús.

 En efecto, apenas salían los judíos de la presencia de Pilato, con el permiso de que se quebrasen las piernas a los condenados y se los descolgase en cuanto muriesen, entró un señor respetable a pedirle una gracia. 

Era José, senador o consejero noble del Sanedrín, caballero rico de Arimatea, pueblo cercano a Jerusalén. 

Hombre bueno y justo, que también esperaba el Reino de Dios y era discípulo de Jesús, aunque oculto por temor de los judíos. Este no había votado a favor de la decisión y crimen de ellos. 

Si antes había temido y no se había declarado como debiera, ahora, movido por la muerte del Maestro y por la gracia divina, desecha todo temor: 

Audazmente se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió. 

Viene también Nicodemo, aquel que en otro tiempo había venido a Jesús de noche, y trae consigo una mezcla de mirra y áloe que pesaba cerca de cien libras. 


Llegados al Calvario, piden permiso a la Señora que al pie de la Cruz velaba el último sueño de su hiño. Ayudados de escaleras y lienzos, desclavan el sagrado Cuerpo y lo bajan con toda reverencia. La primera que está allí presta a recibirlo y abrazarlo es su madre, la madre dolorosa. ¡Oh Virgen, hija de Sión! ¿A quién te compararé? Grande como el mar es tu quebranto, ¿quién te podrá consolar? 



José de Arimatea, Nicodemo, el discípulo Juan y las piadosas mujeres acompañan a la madre dolorosa, sumidos en un silencio de respeto y compasión. Después contemplan de cerca el sagrado cuerpo. Ven muerto al amado amigo, al dulce huésped de los días de paz. Le ven muerto por la fuerza de las torturas que los hombres escogieron. Y acaso no saben aún que las escogía el Padre y las aceptaba el Hijo. Pero urgía la hora. 

Era preciso acortar la devoción y acelerar el entierro, antes de que brillasen las estrellas, pues entonces comenzaba para los judíos el día del sábado y quedaba prohibido todo trabajo. 



Lavaron el cuerpo brevemente, lo cubrieron de aromas y lo envolvieron en un lienzo grande, según acostumbraban los judíos a sepultar. José de Arimatea tenía en un jardín suyo, cercano al Calvario, un sepulcro nuevo cavado en la roca viva. Estaba sin estrenar y lo ofreció para el Maestro. En la cámara interior, sobre una piedra plana y larga, a modo de altar, fue colocado el cadáver, y allí le dejó su última mirada y su Corazón la Virgen María. Una gran piedra redonda fue corrida hasta cerrar la entrada. 



Las mujeres, y especialmente María Magdalena, la arrepentida, la amante, han observado cómo preparaban los hombres el cadáver y han decidido volver pasado mañana para perfumarlo mejor. Mañana estarán en reposo absoluto conforme a la ley. 

 Para la madre de Jesús han traído un velo negro; y ella, con el rostro cubierto, acompañada por las mujeres y por San Juan, desciende a Jerusalén. Calles y plazas rebosan de gente. Alguno la mira y dice por lo bajo al compañero:

La madre del ajusticiado. 

Pero ella, a cada persona que cruza en el camino, sea israelita, sea griego, sea romano, le dice en silencio, con afecto de ternura inmensa y como el eco de un testamento sublime:

 —¡He aquí a tu madre!

 Y así entra en la casa donde pasará estos tres días de soledad y de esperanza. Allá afuera, en lo alto de un montecillo cuyo nombre ya nunca se olvidará, aparecen las siluetas de tres cruces que se recortan sobre un cielo iluminado por la luna de Nisán. Las tres están vacías. Ha terminado el primer Viernes Santo del Cristianismo. Jesús ha expiado hasta lo último por nosotros, y ahora empieza nuestra expiación. 



Esta expiación nuestra consiste en aplicarnos los méritos infinitos de nuestro Redentor mediante la recepción de los sacramentos y el cumplimiento de nuestros deberes de cada día. «Sólo los que se hacen fuerza —nos dejó dicho el Maestro— entrarán en el Reino de los cielos.»

Fuente: El Drama  de Jessús, J.l. Martinez S.J

jueves, 12 de mayo de 2022

TODO HA TERMINADO


  «¡PADRE!»

 No es solamente la ausencia de los amigos por quienes muere; no es solamente la presencia de la madre a quien ha despedido ya; no es solamente el dolor encendido en todo el cuerpo; es una abrumadora soledad de Dios la que siente Jesús en su alma, hasta el punto de rasgar el silencio de aquellas tinieblas del mediodía con estas palabras: 

—Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? 


 Profundo misterio encierran estas palabras, solo explicable en aquel profundo amor de Jesús a los hombres, que no se saciaba sino en el sumo dolor. 

Nuestra inteligencia no acierta a hermanar la horrible angustia contenida en este desamparo con la bienaventuranza que reinaba en el alma de Jesús. Se siente desamparado por su Padre en los tormentos del cuerpo y en la desolación del alma. Y quiere que nosotros conozcamos y veneremos ese sublime abandono.



 Se siente desamparado por su Padre en medio de los martirios que le causan los hombres. Desde lo alto de la Cruz, la mirada de su espíritu recorre todos los días y noches de todos los siglos, y ve el enjambre innumerable y horroroso de todos los pecados que gravitan sobre él. Y ve, uno por uno, a los blasfemos, a los lujuriosos, a los avaros, a los glotones, a los vengativos, a los inútiles... me ve a mí. 

Y ve el misterio magno escondido hasta entonces en los secretos de Dios. El misterio de que él, Jesucristo, y nosotros, los pecadores, formamos un solo Cristo místico. Y él, que no conocía el pecado, toma sobre sí todos nuestros pecados, se hace víctima de nuestros pecados, sufre el abandono de Dios y la vergüenza ante Dios que nosotros merecíamos 




En esta terrible noche oscura, ruega a su Padre con el salmo profético cuyas primeras palabras ha pronunciado en voz alta: 

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza.

 En ti confiaban nuestros padres, confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y no los defraudaste. Pero yo soy un gusano, no un hombre; vergüenza de la gente, desprecio del pueblo; al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor; que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto le quiere.»

 Estoy como agua derramada; tengo los huesos descoyuntados; mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas.

 Mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar; me aprietas contra el polvo de la muerte. 

 Me acorrala una jauría de mastines; me cerca una banda de malhechores: me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Ellos me miran triunfantes, se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica. 

Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme... Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. 



EL FIN 




La sangre de las cuatro heridas gotea en tierra. La cabeza se ha doblado por el dolor del cuello; los ojos, aquellos ojos mortales a que se había asomado Dios para mirar a la tierra, están vidriados por la agonía; y los labios, temblorosos por el llanto, resecados por la sed, contraídos por la afanosa respiración, parecen mostrar los efectos del último beso, el beso traidor de Judas.

 Así muere Jesús Nazareno. 



Ha cerrado las llagas, y han llagado su cuerpo santo. Ha perdonado a los malhechores, y le han clavado entre malhechores como el mayor malhechor. Ha amado infinitamente a todos los hombres, incluso a aquellos que no merecían su amor, y el odio le ha clavado aquí donde el odio es castigado y castiga. Ha sido justo como la justicia y se ha consumado en su daño la injusticia más dolorosa. Ha ofrecido santidad a los hombres envilecidos, y sucumbe a manos de los envilecedores. Ha traído la vida, y le dan la muerte. Ha dicho: «Venid a mí todos», y todos le huyen. 

Todo lo soporta, todo lo calla. Sólo de un martirio se queja piadosamente en esta hora, un martirio que compendia todos los martirios de su cuerpo y de su alma: 

Sabiendo Jesús que todo estaba cumplido, para que se cumpliese la Escritura, dijo: Tengo sed!



 Aquel que vino al mundo para saciar la sed ajena y dejará en el mundo una fuente de vida que nunca se ha de secar, donde los  cansados encuentran fuerza, los corrompidos juventud, los turbados serenidad, ha sufrido a lo largo de su vida una sed de amor jamás satisfecha, y ahora agoniza abrasado de una sed de vehemencia infinita. 



La sed del herido que pierde la sangre. La sed de un poquito de aquellas aguas frescas de Nazaret, pintadas a lo vivo por la imaginación calenturienta. Una sed mucho mayor que la que sentía cuando volvía de niño a casa, y decía e su madre, que le miraba arrobada mientras le acercaba el cántaro recién traído de la fuente: —Madre, tengo sed. 

Y su madre esta ahora al pie de la Cruz; oye la queja y no le puede dar ni una gota de agua. Y ve que un soldado le acerca a los labios, secos y llagados, una esponja empapada en hiel y vinagre... Es lo último que Jesús tiene que agradecernos antes de morir. 



El soldado no considera lo que hace, pero ya se ha cumplido aquella Escritura que dice: «En mi sed me dieron a beber vinagre». Era normal que los crucificadores romanos tuviesen a punto esponja y calderillo con vinagre. 

Tal era el desinfectante casero que empleaban para las heridas. Y sabían que éstas se las podían causar ellos mismos con sus clavos y martillos, cuando los ejecutados se revolviesen con fuerzas titánicas al sentir los primeros dolores de la crucifixión. 



Parece que Jesús esperaba este pequeño pormenor del vinagre en sus labios para proclamar cumplido todo el programa que el Padre le marcó cuando lo ungió como redentor de los hombres: nacer pobre; ser perseguido desde niño; vivir treinta años en obediencia y trabajo; predicar el Reino de Dios a un pueblo desagradecido; escoger un grupo de amigos que perpetúe su obra; ser traicionado por uno de esos amigos; ser azotado, escupido, crucificado, abrasarse de sed y recibir vinagre... Sólo faltaba esto. Ya se lo han dado: ya nada falta. 

Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: 

—Está cumplido. Luego clamó con voz potente: 

—Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. E inclinando la cabeza, expiró. 

 El Centurión que estaba frente a la Cruz, al verle expirar con aquel gran clamor, daba gloria a Dios, diciendo: 

—Realmente, este hombre era justo. 



Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; y la tierra tembló; y las rocas se hendieron; y las tumbas se abrieron; y muchos cuerpos de los santos ya muertos resucitaron y, saliendo de las tumbas después que él resucitó, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos. 

El Centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se aterrorizaron y dijeron: —Realmente éste era Hijo de Dios. Y toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvían, dándose golpes de pecho. 

Así triunfa Jesús. Todo está cumplido: ha podido decir a su Padre antes de confiarle su alma. Padre, tú quisiste que yo naciera en una cueva: lo he cumplido. Tú quisiste que yo trabajara en un taller de obrero: lo he cumplido. Tú quisiste que yo revelara la doctrina nueva durante tres años: lo he cumplido. Tú quisiste que yo padeciera diecisiete horas de Pasión amarguísima: lo he cumplido. Ahora, Padre mío, deposito mi alma en tus manos, para volverla a tomar dentro de tres días.




 Y entregó su alma. La entregó porque quiso: los tormentos bastaban para quitarle la vida; pero él bastaba para impedir la acción de los tormentos. Y así ha prolongado su vida milagrosamente en medio de suplicios que debían haberle agotado mucho antes. 

Cuando quiso, la entregó por la salvación de los hombres, mientras la naturaleza se estremecía y los sepulcros se abrían. 

¡Obra estupenda del amor divino! «Esta es —dice San Juan Crisóstomo— la primera razón de la Pasión: que quiso Dios que se supiese cuanto amaba a los hombres el que más quiere ser amado que temido.» 



Y el cristianísimo San Pablo escribe extasiado: «Me amó, y se entregó por mí.» 

 Y el mismo Señor Nuestro Jesucristo puede afirmar generosamente: «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo Unigénito». 

¿Qué valen junto a este Señor crucificado todos los demás argumentos para servir a Dios? Bien decía aquel Santo: 

Aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera... Aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero, te quisiera. 



Fuenta. El Drama de Jesus de J L Martinez S.J